“Va por diez años que es como muerte civil”. Esta afirmación procede del guarda que lleva a Ginés de Pasamontesen en el Quijote a internamiento en galeras por diez años. Es tanto tiempo que equivale, según Cervantes, a estar desaparecido en vida. Esa misma frase me decía mentalmente de forma exagerada y metafóricamente cuando una alumna o un alumno venía a mi despacho de jefa de estudios a contar un problema relacionado con las redes, especialmente cuando el problema era que había sido expulsada, expulsado, del grupo de wasap por el administrador o administradora, que se erigía en juez y parte.
A veces, la angustia y ansiedad producidas por esta condena llegaba a la familia, que al sentirse impotente ante el problema, aumentaba su angustia. Eran momentos difíciles porque la solución no era obviar al grupo que expulsaba a un miembro porque eso era, de una alguna manera para el adolescente condenarlo al ostracismo. Veía, sigo viendo, cómo virtualmente el alumnado, las personas en general, somos más crueles virtualmente que “analógicamente”. Durante mi etapa de docente, este problema me preocupó mucho, me sigue preocupando aunque me queda algo lejos y me es más difícil saber qué está ocurriendo entre las adolescente y las jóvenes.
Hace unos días, el gobierno ha presentado el anteproyecto de la Ley Orgánica para la protección de las personas menores en los entornos digitales. No dudo de la buena voluntad del gobierno, aunque creo que quedará en papel mojado si no va acompañado por presupuestos y medidas en educación, sanidad y la implicación de toda la sociedad en la protección de la personas menores. Las empresas tecnológicas, esas que manejan cantidades mareantes de dinero que pueden influir en la política mundial incluso, son conscientes del daño que las pantallas y las redes hacen a las mentes que se están formando. El ejemplo lo tenemos en los gurús de Silicon Valley, que educan a sus hijas e hijos sin pantallas. Pero solo los resultados económicos valen en un mundo despiadado que nos ha domado de forma exitosa, no importa el daño causado.
Ya no estoy en contacto con adolescente. Ello no quita que me interese todo lo que ocurre en la sociedad y, especialmente, lo relacionado con el futuro. Suelo preguntar, siempre que las circunstancias me lo permiten, sobre cómo se relacionan las niñas, niños y adolescentes en las redes sociales y mi capacidad de asombro no tiene límites cuando alguna vez una madre preocupada y con sentido común me ha comentado conversaciones que su hijo o hija ha mantenido en su grupo de wasap. Ni yo con mis años sería capaz de escribir palabras tan obscenas en un grupo abierto a varias personas.
Es la indefensión de un adolescente o un niño (¿quién no ha visto a niñas y niños con meses, con apenas años, con la vista pegada a una pantalla?) frente al algoritmo que le muestra una realidad a su medida, ocultando el verdadero mundo que está ahí fuera donde ocurren las cosas reales. Van perdiendo la capacidad de atención y el desarrollo del pensamiento crítico. Luego vendrán las adicciones y los lamentos. Estamos educando adolescentes y jóvenes que no saben relacionarse físicamente con sus iguales, viven virtualmente en un mundo creado para ellas y ellos por multinacionales que tienen sus algoritmos para ofrecerles los que ellos quieren que vean, crean y deseen.
Con todo lo anterior no estoy renegando de las nuevas tecnologías, sería absurdo. Internet es una herramienta maravillosa y necesaria, pero que hay que saber usarla e interpretar. No podemos renunciar a ella, como no podemos renunciar al futuro, pero existen muchos futuros y es el mejor de los posibles el que tenemos el deber de dejar a nuestros hijas, hijos, nietas, nietos, sobrinos nietos. Ellos son demasiado valiosos para dejarlos en manos de máquinas que tienen el poder de condenarlos a galeras, a la muerte civil.