"Los tiempos han cambiado", se nos dice con ánimo inapelable. A partir de esa premisa, ciertos procedimientos didácticos con una larga tradición de depuración y eficacia a sus espaldas han sido despojados de todo mérito para ser conservados. Se les retira la confianza incluso cuando cumplen con sobrada solvencia una función educativa y social. El nuevo credo pedagógico, sediento de novedad, se ha sentido tentado de expulsar de la academia todo aquello que no se ajusta al compás ideológico-didáctico imperante.

En este contexto, los prebostes de la congregación tienden a mirar con desdén el ejercicio memorístico. Dentro del catecismo que veneran, el uso didáctico de la memoria constituye uno de los más osados y escandalosos desafíos a la ortodoxia que defienden con fervor. "En el discurso pedagógico actual resulta que, en el orden de nuestros valores, lo nuevo ha sustituido a lo bueno. Lo bueno necesita justificación y lo nuevo no. Es innovador y ya se justifica por sí mismo, no necesita de un aval teórico", dice Gregorio Luri en El arte de educar con sentido común.

Es evidente que entender la memoria como un mero almacenamiento de información resulta una visión conceptual muy pobre. La memoria es mucho más que eso: es un proceso previo a la adquisición de mayores y mejores niveles cognitivos. El desarrollo memorístico no es el fin último de la educación, sino un paso fundamental para consecución de habilidades, según los recuerdan Lizet, Farfán y García en Reivindicando la memoria. (Revista Iberoamericana de Producción Académica y Gestión Educativa).

La memoria no se limita, en el proceso de aprendizaje, a incorporar una serie de datos; su tarea es dotar de comprensión a los mismos a fin de que puedan utilizarse con un fin determinado. El problema y la discusión surgen cuando se sataniza la memoria, presentándola como la antítesis del aprendizaje. La memoria tiene cierta importancia dentro de los antecedentes en la estructura de los actos intencionales de los sujetos como base para el desarrollo posterior de niveles cognitivos más avanzados. Resulta, por tanto, erróneo pensar -como sostiene algún célebre adalid de la pedagogía de la novedad- que memorizar datos carece de sentido en una era en la que la tecnología nos ofrece una memoria artificial al alcance de un clic.

Es de suponer que nadie deseará encontrarse tumbado sobre la camilla de un quirófano en manos de un cirujano que consulta cada paso en su tablet porque en su día, siguiendo las corrientes pedagógicas en boga, no le exigieron realizar los ejercicios memorísticos precisos a fin de reactivar la memoria de los conocimientos médicos, haciéndolos más estables y duraderos. El planteamiento contrafáctico resulta inevitable: qué hubiera sucedido si estos espíritus reformados, tan ingenuos como entusiastas, hubieran extendido su arriesgada pócima entre las grandes mentes que han engendrado la historia?

El proceso memorístico supone un dinamismo intermedio entre el aprendizaje y la posterior aplicación de lo aprendido. No basta con entender y comprender algo. Hay que remitirlo posteriormente para cuando haga falta utilizarlo. Estoy convencido de que la estructuración matemática lingüística, filosófica, etc., de nuestro cerebro se forja con mayor solidez y profundidad mediante ejercicios memorísticos centrados en los contenidos de la materia que se desea dominar. Y puedo afirmar desde mi propia experiencia que el vocabulario pasivo -cantera del vocabulario activo- se enriquece a través de prácticas memorísticas tradicionales. Este proceso no sólo permite ampliar y despertar las potencialidades creativas del pensamiento e intensificar la capacidad de comprensión de aquel aspecto de la realidad sobre el que fijemos nuestra atención, sino que también ayuda a incrementar las posibilidades de establecer relaciones interdisciplinares dentro del cerebro, un órgano que no funciona por compartimentos estancos, sino como una red viva y en constante reorganización.