La Edad Media no acaba con el descubrimiento de América, la llegada del Renacimiento o la caída de Constantinopla, como dice la historiografía oficial. La Edad Media sólo acaba en muchos pueblos como Fuentes con la llegada de la luz eléctrica. Para comprobarlo sólo ha hecho falta el largo apagón de este pasado lunes. Sin electricidad, Fuentes ha vuelto a ser el pueblo de varios siglo atrás. El corte de luz ha hecho el milagro de haber viajado en el tiempo, uno de los mitos clásicos del ser humano y que ha dado pie a una extensa producción literaria y fílmica: La máquina del tiempo, Regreso al futuro, Retorno al pasado... Este lunes, gracias a la impagable colaboración de la Red Eléctrica de España (REE), no ha habido más que asomarse a las calles y casas de Fuentes para viajar al pasado sin necesidad de echarle mucha imaginación. Una experiencia impagable.

El regreso al pasado ha permitido rescatar, de entrada, los antiguos sentimientos de la fragilidad de la vida y la vulnerabilidad que debían de sentir los seres humanos viviendo en mitad de la oscuridad, sumergidos en la absoluta incertidumbre, abandonados a sus miedos y atrapados en la ignorancia. Fragilidad, vulnerabilidad, oscuridad, incertidumbre, temores e ignorancia son algunos de los sentimientos que han circulado por las mentes de millones de personas por el mero hecho de carecer de fluido eléctrico solamente por unas horas. Este lunes hemos visto a cientos de personas abismadas a las tinieblas opacas de sus pantallas de móviles implorando una señal, un mensaje del más allá, respuestas a las preguntas de qué está pasando, qué es de nuestros seres queridos, cuándo volverá la luz, por qué no vuelve ya. Imagínese ahora instalado en esos sentimientos durante toda la vida.

Como consecuencia de lo anterior, cualquier persona con un mínimo sentido crítico debería salir de esta experiencia con la conclusión de que no somos tan poderosos ni infalibles como creemos. El apagón debería suponer, además de una advertencia para equiparnos de un transistor a pilas, algo de dinero en efectivo en casa y algunas latas de conservas, una potente cura de humildad, un correctivo para quienes depositan en la tecnología una fe ciega. No ha hecho falta más que un breve apagón -ocho o diez horas sin electricidad no deja de ser un instante en nuestras vidas- para ponernos ante el espejo de las flaquezas sobre las que se levanta nuestro templo del progreso. La distancia que nos separa de los mitos, creencias y temores que sufrían los habitantes de la Edad Media -o al menos del siglo XIX- es la que marca un fallo fortuito del sistema eléctrico.

De pronto hemos sentido, como nuestros antepasados, que los alimentos no están asegurados siempre y en cualquier circunstancia. Hemos accionado el interruptor sin conseguir que las lámparas encendieran. El microondas se ha vuelto de pronto una caja inútil, la nevera un pozo negro, el ascensor ha podido ser una trampa, la puerta de la cochera no abre ni cierra, el agua de la ducha sale fría y sin presión e internet ha dejado de llevarnos a donde queramos ir a golpes de clic. Que la radio no es una antigualla, sino una necesidad del presente. Que internet no es el único futuro. Que ningún día de los últimos años ha habido para almorzar y cenar ensalada en tantas mesas. Ensalada, salami, salchichón, queso o morcilla, como en el pasado remoto. Que las terrazas de los bares están cerradas y que en mitad de la noche el búho de la torre de la iglesia sigue asustando viandantes que esquivan las sombras.

De pronto hemos sentido, como nuestros antepasados, que cuando nos fallan los recursos materiales solo contamos con nuestros semejantes, que dependemos unos de otros más de lo que creemos. Que el sistema falla, pero las personas no. Por eso el personal de algunos hospitales ha ayudado a repartir la comida a los pacientes ante la avería de los ascensores y los familiares de los ingresado han ido a sus casas a acarrear bocadillos para que los sanitarios tuvieran algo que echarse a la boca. O los vecinos de los pueblos donde han varado los trenes sin electricidad han acudido a llevarles agua y comida a los pasajeros. De las tinieblas de la Edad Media ha brotado, como hizo la luz del Renacimiento, el brillo del sentimiento humano cuando hace falta. En el fondo, somos más humanos que robots, aunque a veces nos creamos lo contrario.

De pronto hemos sentido, como nuestros antepasados, la necesidad de buscar una explicación sobrenatural a lo inexplicable. Ha habido quien creyera en una conspiración de Trump contra la débil Europa. Los chinos andan detrás de todo lo que ocurre en el mundo. Hay quien cree que ha sido Putin. Ha sido obra del demonio, que en la era de la ciencia adquiere forma de fallo sistémico, de error informático, de concatenación de fenómenos adversos en la oscilación de las ondas. Nadie sabe si Dios existe, pero de lo que no hay duda es de que existe el ciberataque. Por eso cada cual saca sus fobias al patio de vecinos de las redes sociales. Igual que nuestros antepasados, cada uno tiene un dios hecho a la medida de sus necesidades.

Como resalta la ilustración de Miguel Porres de arriba, el apagón debería servirnos para aprender que en realidad necesitamos mucho menos de lo que tenemos y, al mismo tiempo, que no tenemos asegurado todo lo que disfrutamos. Algunos hemos descubierto gracias al apagón la prepotencia tecnológica que nos adorna y nos absorbe demasiadas horas del día. Algún hijo se habrá sorprendido de que sus padres le miren a la cara por primera vez en muchos días y hasta alguna pareja, esposa o esposo habrán descubierto que ellos también existen, que en el mundo hay algo más que pantallas digitales, supuestos amigos en las redes sociales y que hablar de tú a tú con quien tienes al lado es más gratificante que intercambiar bobadas con media humanidad.

O sea, que no hay mal que por bien no venga y que conviene sacar enseñanzas de todo aquello que nos sorprende a la vuelta de la esquina. No voy a decir que haya que alegrarse de lo ocurrido, pero tampoco dramatizarlo porque a veces no hay nada que ilumine más la mente que un tiempo de oscuridad sobrevenida. Ni nada que ciegue más la vista que un exceso de luz. Ni nada que aturda más el conocimiento que un atracón de internet. Ni nada que aísle más que la muchedumbre. El firmamento sobre la vieja Iberia se habrá reconfortado ante la pasajera ausencia de focos urbanos. Ha sido el momento idóneo para salir a la terraza a disfrutar un rato de las estrellas en el firmamento.