Todos los veranos por estas fechas la cúpula celeste se desconcha, la purpurina de las estrellas se precipita sobre nosotros. En la antigüedad, los griegos le llamaron a este fenómeno perseidas. Tumbados en el suelo, mirando hacia arriba, vemos cómo estalla el universo. Las chispas nos recuerdan que estamos hechos de fuego, hielo y polvo, materia sideral. Pero la materia es casi nada, una cantidad despreciable en comparación con el inmenso vacío que ocupa casi todo. La nada es mucho mayor que el todo. Casi todo es nada, el espacio es una pista de patinaje perfecta, en la que al no haber rozamiento, todo lo que esté quieto permanecerá quieto, todo lo que esté en movimiento seguirá en movimiento en la misma dirección y a la misma velocidad, mientras no tropiece con algún trozo de basura espacial.

A esta cualidad física se le llama inercia.

Es curioso ver cómo lo gigantesco y lo ínfimo están relacionados, cómo las leyes de la física afectan a las galaxias y a los camareros de chiringuito. La inercia es muy humana, tendemos a repetir patrones porque es mucho más cómodo copiar que inventar. Para seguir adelante no hay más que seguir adelante, hacer lo que se ha hecho toda la vida. A hacer las cosas como Dios manda, siempre de una manera, la misma, le llamamos rutina. Menos mal que existe la rutina, piensa un borrico sin apartar la vista del camino gracias a las orejeras. En este país sabemos mucho de ortodoxias unidireccionales, justificamos su existencia amparándonos en la tradición. “De toda la vida se ha hecho así, por/para qué vamos a cambiar”.

Se repiten los vicios acumulados por la fuerza de la costumbre y se revive lo que parecía muerto, haciéndolo crecer. Cada día se multiplica el racismo, el machismo asesino y el otro, y todas las formas de intolerancia imaginable. La inercia irreflexiva hace que enarbolemos banderas excluyentes.

Afortunadamente, muchos y muchas decidieron mandar ciertas tradiciones al contenedor de los desperdicios orgánicos, muchos vicios rancios que nadie se atrevía a derogar. Por eso ya no hay esclavos, ni derecho de pernada, ni trabajan los niños y ancianos, ni las mujeres son ganado con el que negociar dotes. A un grupo de trabajadores de “La Canadiense”, la mayoría andaluces, se les ocurrió desafiar la inercia, la liaron parda y se sumaron obreros industriales de todo tipo; consiguieron la jornada laboral de ocho horas. Por supuesto los empresarios catalanes, siguiendo la tradición, la inercia, no estaban dispuestos a ceder en nada, “sus empresas no serían viables”. Da igual el siglo en el que estemos, para los empresarios siempre estamos al borde del abismo. Es hablar de derechos laborales y se presentan los cuatro jinetes del apocalipsis montados en Vespa.

¡Qué cómodo es seguir la tradición para algunos!

Hay grupos humanos que en un momento dado le han hecho un corte de mangas a la inercia de las cosas, sobre todo porque eran profundamente injustas. Por eso las mujeres se plantaron y consiguieron el voto, aunque muchas, siguiendo la tradición, estaban en contra. Nada les importó a otras valientes luchadoras, esas “locas” de las que decían que querían que el mundo estallase en pedacitos. En cuanto una mujer se atrevía a pensar y quejarse, o simplemente querer ejercer una profesión en lugar de cuidar hijos, estaba loca, era un marimacho o una bruja.

Admiro a la gente que se atreve a pensar que otro mundo es posible, que hay sitio para la utopía, que no hay que seguir haciendo las cosas por inercia y plegarse al viento dominante, a la moda imperante. Admiro las notas discordantes, los versos sueltos, los que piensan aunque estorben. Los que están fuera de la norma no son anormales, con mucha frecuencia son los únicos normales. El ser humano es social, necesita agruparse, trabajar en equipo, intercambiar sensaciones, por eso existen los bares (el mejor invento después del ventilador y el rascador de espalda). Pero no nos engañemos, somos básicamente gregarios y tendemos a no destacar entre la multitud, vaya a ser que nos convirtamos en disidentes. ”Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”.

Como todo rebaño necesita un carnero con cencerro, hemos inventado a los líderes, que en muchas ocasiones afirman estar inspirados por alguna divinidad, real o inventada. Visionarios, mesías, iluminados, adelantados, caudillos y amados líderes, marcan el camino con su cencerro y la masa inerte sigue al abanderado, sin hacerse preguntas (cuestionarse cosas es fastidioso, porque hay que encontrar respuestas) por eso es más cómodo delegar el pensamiento en otro. Si acierta, hemos ganado. Si fracasa, ha fracasado él sólo. La lástima es que los fracasos sólo se descubren cuando ya es demasiado tarde, a menudo irreversibles.

Este hermoso mundo puede cambiar, pero sólo cuando rompamos las tendencias del “porque sí” y cambiemos la costumbre por la innovación y los poetas por los contables.