Me gustan mucho las películas de Frank Capra porque en ellas la protagonista siempre es la gente, esa que mueve montañas, esa a la que no se le erigen monolitos ni se le levantan estatuas. Sus héroes son “caballeros sin espada” enfrentándose contra un sistema sin corazón que humilla al desfavorecido y encumbra a quienes menos escrúpulos tienen, que valora a la persona por el color de su dinero y desprecia al colectivo que viaja en autobús. “¡Quiero volver a vivir”, “quiero volver a vivir!”, grita James Stewart desde un puente desde el que piensa saltar, justo cuando un ángel le muestra lo importante que es para mucha gente. Tan es así, que sus vecinos lo salvan de ir a la cárcel por un delito no cometido.
Capra no trata a las personas, a los “Juan Nadie”, como consumidores, pacientes, números, usuarios, contribuyentes, clientes o votantes. No como siervos, ni súbditos del dinero, sino como miembros de una comunidad que sabe que, de no defenderse ellos mismos, no lo hará nadie. La gente es buena por naturaleza, es cierto que esto puede parecer naif, pero es reconfortante pensarlo. ¿Por qué no? ¿Y si tuviera razón y hubiese más buena gente que mala?
No salen bien parados los “señores Potter”, los dueños de todo, agónicamente ambiciosos e insensibles al sufrimiento humano. En sus películas triunfa el pueblo llano en la batalla de la supervivencia ante la soberbia del poder. Hace posible lo imposible, uniendo a personas muy distintas con la argamasa de la solidaridad, que no de la caridad. Cuánto me gustaría que tuviese razón.
Yo también reivindico los sueños “irrealizables”, la utopía de lo imposible, el anhelo de lo improbable y creo que muchos débiles son más fuertes que unos pocos afortunados, aunque los dados estén trucados y las cartas las marquen ellos en el gran casino en el que han convertido el mundo. El poder de la empatía es infinito y por eso me emociono al ver a la alcohólica “Annie Manzanas” (genialmente interpretada por Bette Davis) convertida en una gran señora. Siento envidia de la familia Sycamore y su forma de vivir en “Vive como quieras”. La generosidad y la bondad tienen premio en el mundo inventado por Capra, en el que está prohibido el lema “tanto tienes, tanto vales”, ese que se ha convertido en el motor de nuestro tiempo.
Hay que tener claro qué es lo importante de verdad, y no es el dinero. Me emociona la defensa de la alegría ante la adversidad, la dignidad de la pobreza, el afecto de los que ayudan a cambio de nada. La generosidad de los que no tienen nada, pero escuchan pacientemente los problemas de otros sin poder solucionarlos, pero haciéndoles saber que no están solos en su desgracia. No hay un acto mayor de generosidad que el de escuchar.
Cuánto me gustaría soñar con un mundo en el que los lobos siberianos perdieran, para variar. En el que el individualismo se estrellase de bruces contra un pueblo unido, que el egoísmo estuviese mal visto, que no triunfasen los trepas, que el fondo fuese más importante que la forma, que los defectos nos hicieran más humanos, “que las mentiras pareciesen mentiras”, que no se confundiese la eficiencia con la inhumanidad, que el prestigio de una persona se midiese en amigos.
Las películas de Frank Capra nos ponen ante un espejo, no de lo que somos, sino de lo que podríamos ser: amables, generosos, vitalistas, solidarios, divertidos y sobre todo buena gente. Desgraciadamente, la realidad cada día es más cruel porque triunfan las tesis del “ande yo caliente…” del clasismo exclusivista, del individualismo, de la ruindad ética que justifica lo que sea en pos del beneficio económico. Allí, en ese mundo en 35mm, se defiende la alegría con uñas y dientes, vale más un buen chiste que un buen chisme, el respeto a lo diferente que el odio a lo ignorado.
En días señalados, llenos de espíritu de bondad impostada, la melancolía se adueña de ciertos corazones. Algunos pretenden que todo el mundo caiga en una metamorfosis pasajera, un autoengaño destinado a perfumar la miseria de los que piensan que el Sol sale sólo para ellos. La masa es estúpida, piensan. Yo creo que lo estúpido es seguir al abanderado y “verse subido a un caballo de bronce durante el próximo siglo”; pensar que la muerte no acabará con todo y que el mayor éxito no es el miedo de los contrincantes, sino el respeto de los amigos.
El futuro de la especie, si lo tenemos, pasa por la colaboración, la generosidad, pasa por el respeto a lo distinto, no por el supremacismo. El egoísmo es autodestructivo, nos lleva a la guerra, a destrozar el planeta, nos llena de rencor, al odio que se hereda de padres a hijos. Frank Capra tenía una visión optimista de la vida. Aunque además de buena, hay “mala gente que camina y va apestando la tierra”. Pero yo quiero ser optimista, lo necesito.