Hace unos días, el presidente de los Estados Unidos de América, Joe Biden, presentó al mundo una fotografía del universo profundo, realizada por el telescopio espacial James Webb. Vemos un gran cúmulo de galaxias a 4.600 millones años luz de la Tierra, en SMACS 0723, una zona del cielo que se puede ver desde el hemisferio sur. La imagen es de una belleza extrema, llena de cúmulos de estrellas, galaxias y demás cuerpos suspendidos en la ingravidez. Está coloreado con pinceladas etéreas, es un cuadro abstracto que hace sentirnos tan pequeños como afortunados de estar vivos. Además de tratar de comprender, sin mucho éxito, a cuánta distancia están, las preguntas se agolpan. La luz viaja a 300.000 kilómetros por segundo, con lo que, lo que estamos viendo, ocurrió en realidad, hace tanto tiempo como el que ha pasado desde el Big Bang, la explosión que dio origen a todo. Tenemos orbitando sobre la Tierra una máquina del tiempo que nos permite ver el pasado. No puedo impedir que mi imaginación empiece a hacer de las suyas.
Me asomo a la ventana, miro fijamente al universo y viajo entre las estrellas, a través del gran vacío espacial, siguiendo los mapas de mi intuición que me llevan a mundos presentidos, pero aún por imaginar. Me siento insustancial, insignificante e ignorado, como un pulgón perdido en la Amazonía. En mi barrio no se ven muy bien las estrellas, por culpa de la contaminación lumínica, tampoco se oye el solemne silencio del vacío gracias al ruido de los aparatos de aire acondicionado y su cansino zumbido. Me pregunto si alguno de esos planetas estará habitado y, de ser así, si sus habitantes son tan autodestructivos como nosotros, tan insensibles, tan egoístas, tan estúpidos, tan horteras.
La astrología, una pretendida ciencia, que empezó a buscar el futuro en las constelaciones hace unos 3.800 años. Fue la manera de justificar la acción humana, pues todo estaba escrito, todo previsto con anterioridad. Por lo tanto, nadie era responsable de sus acciones, eran los designios celestiales. A esto de los planes preestablecidos, pronto se apuntaron las religiones. Por supuesto, el hombre (que no la mujer) era el centro de todo y todo giraba a su alrededor. Luego llegó la astronomía y puso las cosas en su sitio, demostrando que somos la nada periférica perdida en una inmensidad, de la que somos incapaces de comprender su tamaño.
Ahora, gracias a la NASA, la ESA, la “Masa y la Cosa”, podemos ver el pasado remoto ¿Y si consiguiésemos recuperar la luz que emitimos desde casa y que se pierde en el infinito? Estaría bien que también pudiésemos ver el pasado cercano.
Bastaría con girar el telescopio hacia nuestro planeta y ver el pasado de la Tierra. Si el ser humano inventase una máquina con la que se pudiera ver y, ya puestos, oír lo que pasó la semana pasada en una pantalla de ordenador, todo sería distinto. La gente dejaría de mentir, no serviría de nada. Si pudiésemos escuchar la cantidad de estupideces que somos capaces de decir y/o hacer, quizá no estaríamos tan contentos de habernos conocido. No nos creeríamos tan grandes, tan inmortales, tan obsesionados con la posteridad, tan especiales, no someteríamos todo lo que se nos pone a tiro para satisfacer nuestra gula. No seríamos tan hijos de Dios, no seríamos tan hijos de puta.
La mosca común vive veintiocho días. Ese molesto insecto que procura no dejarnos dormir la siesta estival, si fuese inteligente (aun así, lo es más que alguno que conozco) sería incapaz de imaginarse qué es el invierno, qué se siente cuando hace frio. A nosotros nos pasa lo mismo, no podemos imaginarnos cuanto tiempo es un millón de años. Quizá por eso nos asusta la muerte, por eso nos inventamos dioses, acumulamos riquezas, aunque sabemos que no podemos llevárnoslas a ninguna parte, sin tener claro siquiera si existe otra parte.
Si alzáramos más a menudo la vista para contemplar el gran vacío que hay sobre nuestras cabezas, comprenderíamos nuestra fragilidad. Toda la existencia de la humanidad no alcanza ni para un pestañeo de tiempo espacial. Pasado, futuro y presente se centrifugan en una espiral de luz blanca, resultado de la suma de todos los colores emitidos por millones de personas en la pequeña bolita azul que nos acoge.
Miro al infinito buscando preguntas para las respuestas que no tengo. Sueño en solitario, en la libertad de no tener nada que perder ante la inmensidad. Busco queriendo alcanzar la luz estelar del sueño imposible de Don Quijote. Escucho el eco de la voz rotunda de Jaques Brel en el espacio que me lleva a luchar para poder soñar, soñar para poder amar, amar para poder vivir.
Quiero alcanzar la estrella inaccesible.