Hay días en que los recuerdos te traen aromas de pestiños y alfajores en las mañanas frías de diciembre, cuando contabas los días que faltaban para las vacaciones, ésas que nos parecían que pasaban volando, ésas que terminaban con la magia de los Reyes Magos, con montados en sus camellos podían alcanzar el balcón de mi abuela, donde habíamos puesto cebada y agua. A cambio, ellos nos dejaban unos canastitos floridos de papel de seda sutilmente pegados con harina y llenos de golosinas, pasteles y, si había suerte, que siempre la había, juguetes que mirábamos maravilladas.
¿Cómo podían los Reyes Magos con tantas muñecas de cartón, carritos de latón y ¡oh maravilla!, con unos juegos reunidos que eran el anuncio de noches alrededor de la mesa camilla con las niñas y niños de nuestra calle mientras mi madre daba vueltas alrededor esperando un hueco para sentarse a nuestro lado. Llegaban las vacaciones y subíamos al soberao a buscar las figuritas del belén que siempre necesitaban reparaciones. Ahí estaba el hermano mayor construyendo casas de cartón, un pozo o lo que hiciera falta, mientras nos desesperábamos las hermanas porque con su perfeccionismo nos hacía esperar una eternidad hasta acabar la obra.
Por fin, una vez cortadas las hojas de palmeras, la verdina del tejado bajo, sacados los “mocos herreros” de su sueño anual, llegaba la hora de ir a la carpintería para pedir serrín, pintarlo de color verde para que parecieran campos y riberas de un río surgido del cristal, crear cordilleras con corcho y firmamentos estrellados con papel de estraza y de orillo. Los villancicos los cantábamos con tanta voluntad como mal oído y con un instrumento hecho de madera y chapas de botellas aplastadas. Para esto último no había problema, el bar de mi padre tenía la solución.
Y llegaba la nochebuena, la misa del gallo nos sumergía en una atmósfera mágica, extraña, que nos hacía soñar con ángeles y niños en pesebres en un establo hasta donde los pastores iban a cantar y llevar algunos regalos, como el requesón, que no teníamos idea de lo que era, pero que siendo para el niño dios debía de estar muy bueno. Pasada la medianoche, sin importar mucho la edad, comíamos gallina, queso, salchichón, croquetas y bebíamos sorbitos de aguardiente o coñac, haciendo muecas entre risas. La noche terminaba la más de las veces con alguna travesura de hermanos y primos.
Estas eran las Pascuas -entonces no era Navidad, sino Pascuas- esperadas con la ilusión que solo un niño y una niña pueden tener.