La Navidad es el tiempo de los exageraos. Ahora se dice más fino: la Navidad es el tiempo de los excesos. Al fontaniego Emilio Cochera le duraba cinco días una caja de mantecados de cinco kilos. A kilo por día, seis mantecados por la mañana, seis al mediodía, seis por la tarde y seis por la noche. Eso sí, acompañados con su copita de anís Rigo. El Cochera hacía verdad el chiste de aquel que decía que tenía la barriga inflada después de haberse comido tres kilos de polvorones. Cuando la madre le preguntaba si él sólo, respondía que no, con pan. Exagerados hay todo el año, pero la Navidad es una fecha propiciatoria para las abundancias.
Para entender las Navidades, como casi todos los fenómenos sociales y culturales, hay que observarlas con cierta distancia en el tiempo. Así, por ejemplo, las exageraciones del tractorista Emilio Cochera se comprenden ahora mejor, una vez transcurridos cuarenta o cincuenta años, que entonces. Todo tiene su porqué. Fuentes empezaba a dejar atrás las penurias de la larga postguerra y atisbaba en el horizonte un futuro de abundancias nunca vistas. Pero todavía en los años setenta y ochenta, los excesos del Cochera no eran sólo una exageración, sino también una provocación para el resto de los mortales, a los que nos seguían dando los polvorones con cuentagotas.
Excepto para el Cochera, los dulces de Estepa -en todas las casas no entraba la de cinco kilos- tenían que durar por lo menos un mes, dos semanas por delante del 25 de diciembre y otras dos por detrás. Por lo menos, hasta el día de Reyes. La verdad era que lo único duradero era el almanaque que venía junto con la caja de cinco kilos. Ciento veinticinco dulces variados y doce meses con sus 365 interminables días llevando la cuenta atrás para rescatar otra vez el caminito Belén. Porque en Fuentes decía la gente caminito Belén y no portal de Belén.
A los pobres, nada de cinco kilos de polvorones. Algún que otro mantecado, eso sí extraído de aquellas raquíticas cajas de un kilo con tanto ceremonial que parecía la reliquia de Santa Águeda, aunque duraba un instante. Por no traer, aquellas cajas no traían ni almanaque, que al menos ofrecía el atractivo de endulzar el sueño mientras se esperaba la llegaba el siguiente mes de diciembre. Eso sí, lo que no faltaba en las casas de Fuentes cuando, por ensalmo, aparecía en la pared de la cocina la hoja de diciembre era una sartén friendo buñuelos o pestiños.
La teletransportación existe y la inventaron los creadores de los dulces navideños. Basta darle un bocado a un pestiño hecho en casa, por ejemplo, mirando el almanaque de la cocina y aparece uno en la calle Mayor de Fuentes, es diciembre y en el Catalino repiquetea el retintín de los niños de San Ildefonso repartiendo millones a todo volumen. Como si los agraciados fuesen a ser sordos. Millones de pesetas, por supuesto. ¡Qué trabajito costó a los españoles acostumbrarse a aquel estribillo cuando lo empezaron a cantar en euros! Ahí anda la discoteca el Patio y poco más allá el cine Avenida. Como han parido las cabras, se oye a Millán gritar en la Alameda ¡Manuel, dame un chivito! A lo que Manuel Perlito le respondía ¡cuando tú me des una caja de
mantecados!
Con el aire de oriente que viene de Estepa llegaban a Fuentes los polvorones, los alfajores, los mantecados y los roscos de anís. (A los alfajores les llamaban mojón de perro, pero de eso no parece tener añoranza el autor de esta crónica de la nostalgia). Del oriente andaluz viene en diciembre, junto a los mantecados, un aire helado que afeita en seco. Tal parece que llegara de la estepa siberiana. Es una rasca que ni el calor del hogar, dulce hogar, logra mitigar. En diciembre, el hogar es exageradamente dulce, lo mismo que la Navidad, Navidad, dulce Navidad. José Luis Perales empalagó una de aquellas navidades cantando “Navidad es Navidad, toda la tierra se alegra y se entristece el mar. Marinero, ¿a dónde vas? Deja las redes y reza. Mira la estrella pasar. Marinero, marinero, haz de tu barco un altar porque llegó la Navidad”.
El fontaniego se siente confortado estas fechas tan entrañables y familiares esté cogiendo aceitunas en Jaén a cuatro grados bajo cero o en Suiza sirviendo té a los esquiadores de la estación de Gstaad. Navidad es Navidad. Era típico en aquel Fuentes de los años 70 y 80 hacer la matanza del cochino, que había sido cebado durante los meses de otoño con maíz y cebada. Navidad de exageraos, había que comer guisos con asaduras. También se cebaban los buenos pollos de corral y pavos para cocinarlos con sopa amarilla.
Viendo comer mantecados a Emilio Cochera, a los niños de Fuentes no les cabía la menor duda de que el caminito Belén estaba en Estepa y que los Reyes Magos venían de Estepa, por más que el cura dijera que eran de oriente. De Holanda, decía el villancico, pero cómo iban a venir del país de los tulipanes vestidos con turbantes y montados en camellos. Si todo el mundo comía polvorones por Navidad, el Niño Dios tuvo que haber nacido en Estepa, nombre que tiene claras resonancias orientales y mágicas.
Viene de Estepa la magia exageradamente exótica del chocolate, el sésamo, la canela, el ajonjolí y hasta el incienso y la mirra, que vaya usted a saber lo que es la mirra. Todo viene de Estepa en cajas de cinco kilos, 125 dulces para cinco días. Lo que sabemos a ciencia cierta en Fuentes es que Manolo el Potro iba todos los años a Estepa a comprar una caja de cinco kilos de mantecados, con su correspondiente almanaque, y que el primero lo saboreaba con una copita de anís en la cocina de su hermana Antonia. También sabemos que Millán no le daba una caja de mantecados a Manuel Perlito. Todo lo demás son cuentos.