Cuando Jesucristo dijo aquello de dad a Dios lo que es de de Dios y al César lo que es del César, seguramente contaba con que dejarían algo para los pobres y, en su infinita ingenuidad, no se le ocurrió pensar que entre aquellos dos, como la historia demuestra a lo largo de los siglos, se lo quedarían todo. En los años de la postguerra, en Fuentes y en todo el país el estado controlaba el pan y la iglesia las hostias. En buena ley, tal vez hubiera debido ser al revés pero viendo la facilidad que estos dos entes tenían para entenderse e intercambiarse los papeles, o resumir los dos en uno cuando convenía, en perjuicio del pueblo llano, el resultado es que los pobres durante aquella época no recibieron pan de ninguna de las dos partes pero sí muchas hostias. Hostias de ambas partes en su cuerpo y en su espíritu.
Las virtudes teologales se repartían de la siguiente manera: a los pobres se les recomendaban mucha fe y esperanza y, a los ricos, mucha caridad para con la iglesia y sus ministros y alguna migaja, de vez en cuando pa lo pobres, pero sin pasarse, pues agarrándose a aquello que también dijo Jesucristo de que a los pobres siempre los tendréis con vosotros pero a mí no, tampoco era cuestión de precipitarse y vestir a los pobres, dejando que Dios se fuera en pelotas. Una tarde de otoño bajaba yo por la calle Nueva y a medida que me acercaba a aquello que conocíamos como el Rueo, vi a unos cuantos individuos. Alguien me dijo que eran misioneros, que entregaban a los chavales que se les acercaban un trozo de pan y una naranja. Después los manoseaban un poco y pasaban a otro.
A mí lo del manoseo no me acababa de convencer, pero al final pensé que la merienda valía la pena y me puse a la cola. Cuando me llegó el turno, el misionero me acarició la cabeza y me dijo, con una sonrisa angelical "hijo mío esto es para los pobres". "Yo soy pobre", le contesté. "Sí, pero no eres lo bastante", me replicó. Por lo que se ve estaban bien informados, ya que, por fortuna, yo comía razonablemente bien para la época, todos los días. Pero el lance me llevó a preguntarme cómo de pobre se había que ser en Fuentes para merecer la caridad, ya que no la solidaridad, de la iglesia, del estado o de los ricachones del pueblo. Se ve que había que serlo bastante más que yo. Como mínimo tan pobre como los integrantes de "la Potrá".
"La Potrá" le habían puesto por nombre a un grupo de pobres de solemnidad que había por entonces en Fuentes. Este grupito, con el bastón en una mano y en la otra un pucherillo desconchado y abollado, con un asa hecha de un cacho alambre, que sujeto por manos temblonas oscilaba exagerada y desacompasadamente, mientras atravesaba el pueblo en procesión. En un fallido intento de acelerar el paso, para ocupar las primeras posiciones en la puerta del fariseo de turno, les salía una especie de patético tropel cuya regularidad se veía rota por la cojera de uno, el exagerado vaivén de otro, el trastabillar de un tercero, o el amago de genuflexión de un cuarto que, unido a la miserable vestimenta, constituía un desfile que movía a compasión, más que a otra cosa, pero al verlos transitar de aquella guisa algún crápula guasón de aquellos que en nuestro pueblo no faltaban, dijo "ahí viene la Potrá", y así quedaron bautizados.
Aquella corte de los milagros, que milagros era su supervivencia, estaba compuesta por lo que se dio en llamar "pobres de solemnidad", aunque aquella pobre gente tenía muy poco de solemne. Malvivía exclusivamente de la caridad y su única actividad era pedir limosna, ya que su deterioro físico y de toda índole no les permitía hacer otra cosa. Formaban una comunidad un tanto peculiar, compuesta por ocho o diez individuos de edad difícil de determinar, pero de apariencia vieja, mísera y lastimosa. Por sus nombres o apodos, recuerdo a Perico Corteza, Diego el de la Pereita, Tronchabarrenas, la Bastiana que creo que era su mujer, Gregorio y la Muda que también eran matrimonio, la Chica la Pericata y otros de los que no recuerdo apodos ni nombre. Tenían en común su absoluta pobreza.
Era normal verlos calentándose al sol sentados en el sardiné de la puerta que el convento de las hermanitas de la cruz tenía lindando con la calle San Francisco. Los días que algunos ricos de Fuentes, deseosos de ganarse el cielo mediante el ejercicio de la caridad para con los desamparados, tenían destinados para que sus criados, después de alimentar a sus perros, repartieran las sobras de la comida entre los pobres. Aparte de esta actividad de recoger las sobras que efectuaban colectivamente por imposición del donante que al concentrar tal cantidad de pobres en su puerta podía presumir de caritativo, más que si iban de uno en uno, también recorrían el pueblo cada cual por su lado pidiendo una limosnita por el amor de dios, pues lo de las sobras les daba para "comer" un día o dos, a lo sumo.
El dormir lo solucionaba cada cual a su manera. A la Chica la Pericata la vimos muchas noches acurrucada en la puerta del convento de las hermanitas. Nunca la vimos entrar. A Tronchabarrenas y la Bastiana los dejaban dormir en una casetilla que hicieron al lao de aquella plataforma de obra que era la pista de baile de la caseta de los señoritos en el Portillo donde se ponía la feria. Aunque no lo puedo certificar, pues yo ya hacía años que no estaba en el pueblo, alguien me dijo que Tronchabarrena murió un invierno de frío e inanición y que la Bastiana tuvo que mendigar por todo el pueblo para reunir los treinta duros que le pedían por la caja. Gregorio y la Muda dormían en las casas sin techo que estaban en obras. De estos dos no tengo noticias de su final y el resto del grupo durante el invierno dormía en el convento de las hermanitas de la cruz, pero en cuanto llegaban las golondrinas se iban a volar como ellas.
Mucha gente viéndolos deambular por eras y rastrojos se preguntaban como es que no dormían todo el año en el convento. Por una parte no si está posibilidad se les ofreció nunca pero por otra sabían muy bien que por dormir en el convento la institución exigía contrapartidas de una u otra naturaleza hasta a ellos a quien el mundo les había arrebatado hasta la dignidad humana pero que conservaban un atisbo de rebeldía al total sometimiento y al que sólo estaban dispuestos a renunciar con la muerte.