Cuando los ingleses desembarcaron en Australia, la declararon "Terra Nullius" es decir tierra de nadie, tierra sin habitantes humanos. Sin embargo, allí vivían desde hacía más de sesenta mil años cerca de un millón de aborígenes, que según parece son los parientes más próximos a los neanderthales. En algo más de un siglo de ocupación inglesa, su número quedó reducido a treinta mil individuos que malvivían en los desiertos del interior a donde fueron arrojados por los colonos ingleses.
Después de aquel genocidio, algún autor declaraba que prácticamente habían exterminado a una etnia modélica de adaptación al medio y que había sobrevivido en Australia durante milenios con una precariedad de utensilios inimaginable. Todas sus herramientas eran dos: una batea y un punzón. La batea era una especie de bandeja de madera que igual la usaban para horadar la tierra en busca de alimentos, sobre todo raíces y gusanos, para transportarlos, para almacenarlos, para llevar a los hijos pequeños y para un montón de otros usos. El punzón de madera lo utilizaban para perforar el suelo allí donde el instinto les decía que podían encontrar agua.
La abundante información que existe sobre este triste episodio de la historia está al alcance de cualquiera y puede llevar a tristes reflexiones sobre la condición humana. A mí me llevó a recordar que en Fuentes hubo quien consiguió sobrevivir durante años en condiciones similares, por lo que a pobreza de medios se refiere. Con una espuerta vieja y un almocafre, la Chica la Pericata sobrevivió cogiendo tierra maceta del asiento de las estercoleras que había por las afueras del pueblo y vendiéndola por la voluntad, una o dos gordas, como mucho dos reales, un cacho de pan, un puñao de aceitunas, unas alpargatas viejas o una prenda de ropa desechada.
Uno de los lugares que más frecuentaba era el asiento de una estercolera que había enfrente del cine de verano de la Mosquita, abajo de la montaña. Los domingos por la tarde, los de la pandilla del Postigo que no habíamos conseguido las tres pesetas para el matiné nos íbamos camino del Calvario arriba, pasábamos el puente la Lagunilla y, bordeando el barranco los Arrieros, llegábamos hasta unas matas de pitas, de pencas muy anchas y gruesas, situadas en el límite de los olivos de Escalera. Por el camino, siempre se nos unía alguno de la calle el Bolo. Los de la calle el Bolo nunca tenían las tres pesetas del matiné. Dos habituales eran el Melón y el Alcalde hijo. El Alcalde padre era costalero. Corría un chascarrillo entre los chavales que decía que un día llegaron unos forasteros preguntando por el alcalde y los mandaron a la calle el Bolo. Allí les dijeron que el alcalde estaba buscando espárragos.
A todos nos hacia mucha gracia la idea de ver al alcalde tirao por los padrones buscando espárragos, y bueno, buscando espárragos no, pero herrando mulos sí que vimos al alcalde Herrera al principio de su mandato. Cuando se aposentó en el cargo contrató para estas labores a un tal Jacinto, que también venía por las casas a vacunar las gallinas cuando corría la voz de que había peste aviar o a caparlos guarros. Al alcalde de verdad nunca más lo vi aguantando la pata de un mulo y con el mandil lleno de cagajones. Había quien decía que era buen alcalde porque se oponía a la fijación enfermiza que tenía el Ojeda Ruiz por prohibir los carnavales. El hijo del otro alcalde, el que sólo lo era de apodo, llevaba siempre una chaqueta con más lamparones que una catedral.
La diversión sustitutiva del matiné consistía en cortar, normalmente con la tapaera de una lata vieja, unos cuantos trozos de unas tres cuartas de largo, de la parte más ancha de la penca, y eliminar los pinchos de los laterales. Después, con el botín a cuestas, volvíamos a la montaña y al pasar por el barranco llenábamos de agua todo aquello que hubiésemos encontrado por el camino y que sirviera para tal fin como latas o botellas por allí tiradas. De cara a la calle la Huerta la montaña bajaba en pendiente algo pronunciada y en ella había un canalillo que habían excavado las aguas de lluvia y que nosotros, utilizando palos, piedras y hasta pies y manos ensanchamos lo suficiente para que cupiera el improvisado ancestro del monopatín.
Una vez ensanchado tirábamos pendiente abajo toda el agua que habíamos podido acarrear a fin aumentar el efecto deslizante. Después, uno se subía en el cacho de pita, agachado, y otro le pegaba un empujón lanzándolo pendiente abajo. El trayecto no era muy largo, pero bastante inclinado y con un par de revueltas que le daban emoción. El arcaico monopatín no tenía frenos, así que lo normal era aterrizar de cualquier manera allí donde la Chica Pericata cogía la tierra maceta. Entretenidos en el juego no nos dimos cuenta de que la mujer apareció por allí y fue a situarse en la trayectoria del Alcalde que en aquel momento bajaba disparado y sin control, yendo a estrellarse contra la Chica, que dio unos cuantos traspiés y estuvo a punto de rodar por el suelo.
Una vez recuperado el equilibrio, dijo, en un tono que ni tan sólo era de reconvención, puñetero casi me tiras al niño.Tan hondo era el pozo de sus renuncias a ejercer lo que por derecho le habría correspondido a cualquiera, o sea, darnos una buena bronca. El niño no fue al suelo porque lo llevaba bien sujeto con un brazo. Lo que cayó por el suelo fue lo que llevaba bajo el otro brazo, la espuerta, el almocafre, una taza vieja sin asa y esportillá por los bordes y un puñao de aceitunas que se desparramaron por el estiércol. Conforme las iba recogiendo las soplaba un poco y se las iba comiendo. Después se apartó a un lado, se sentó sobre una piedra y se puso a darle de mamar al niño.
Nosotros seguimos con nuestra diversión hasta que los cachos de pita estaban hechos unos zorros. Cuando ya nos íbamos, el Alcalde, que era mu echao palante le dijo a la mujer, Chica este niño no crece, esta igual que el año pasao, a lo que ella contestó, este es otro, el más grandecito se me murió. La siguiente pregunta fue, cómo es que has tenido otro niño, a lo que la Chica contestó, porque uno me pilló un día y me metió el pinganillo por el chochete. Las reacciones del grupo fueron dispares, unos se echaron a reír y otros, aquellos a quienes no se nos ocurría que tal hecho fuera factible y mucho menos que llevara aparejadas tales consecuencias, empezamos a murmurar, vámonos que es tarde. Aún hubo una última pregunta, ¿y tu niña donde la tienes? La he dejado en la puerta de las hermanitas a ver si le dan algo.
La Niña la Pericata, creo que fue la única que sobrevivió de los que tuvo, era conocida en todo el pueblo. Normalmente iba detrás de su madre, como un perrillo faldero, con un pañuelo con un nudo en cada pico encasquetado en la cabeza y que le tapaba los trasquilones y las endémicas postillas que a veces le ocupaban hasta parte de la cara. Creo que tendría cinco o seis años cuando las hermanitas de los pobres se decidieron por fin a darle asilo en el convento. La madre seguía mendigando por las calles y buscando tierra maceta por los estercoleros.
Un día la vimos estirada sobre el sardinel del convento y con la oreja pegada a la minúscula rendija que quedaba entre la puerta y el suelo. Cuando le preguntamos Chica que haces, contestó, estoy esperando que venga mi niña para hablar con ella. Pensando que de un momento a otro la hija saldría a hablar con la madre no entendíamos el por qué de tal postura. La explicación nos llegó en forma de pasos que desde el interior se acercaron a la cerrada puerta. Era la Niña la Pericata que por medio de la misma maniobra que la madre pero desde el interior hablaba con ella a través de la rendija inferior de la puerta. La conversación no duró mucho y mientras oíamos los pasos de la Niña alejarse hacia el interior del convento alguno preguntó, Chica para hablar con tu niña por qué no entras en el convento, o sale ella. Porque las hermanitas no nos dejan.