Los partidos políticos, base de la democracia, son tan antiguos en Fuentes como los entornaos y las tapas de asaúra, por más que Franco los hubiera proscrito desde que acabó la guerra en 1939. Con Franco vivo, en Fuentes hubo tres partidos políticos: el sevillista, el bético y el comunista. Los dos primeros retadores, bulliciosos, y el tercero callado, esquivo, clandestino. Podría decirse también que en Fuentes convivían -en armonía más o menos estable- tres religiones: el sevillismo, el beticismo y el comunismo. Los seguidores de la primera de ellas, la sevillista, tenía su templo en la taberna de Manolito Zambimbo. Muy cerca de allí, calle Mayor arriba, se erigía el altar de las otras dos religiones, la bética y la comunista, que compartían templo en la taberna de Antonio Catalina.
Decía uno que no se perdía un partido de fútbol del Sevilla FC que su deporte favorito era el tenis. Y cuando alguien le contrariaba diciéndole que su deporte era el fútbol, el otro le respondía “el fútbol no es un deporte, sino una religión”. Por eso no es extraño que en aquel Fuentes de los setenta y ochenta el templo donde más se le rezaba a un balón fuese la taberna de Zambimbo. Lejos de ostentar lo que realmente era -la catedral del sevillismo fontaniego- la taberna tenía el humilde aspecto de un breve rectángulo ubicado en la calle Mayor, casi enfrente de la Alameda, amueblado con una sencilla y alta barra -según la perspectiva del niño que entonces era quien esto escribe- de color marrón y mostrador igual, dotado de un suelo verde de losas con motas blancas.
A la taberna de Zambimbo se accedía atravesando una puerta de color marrón y una cristalera sin pretensiones de vidriera catedralicia. A la derecha había una ventana de barrotes negros. Las sillas que adornaban -es un decir- la taberna eran de color marrón con vetas negras. Al entrar estaba la taberna propiamente dicha. A continuación, había un patio de macetas, como era norma en casi todas las casas de Fuentes, y al fondo, la sala de futbolines y los servicios, compuestos por una maloliente placa turca. Para los aficionados al billar, tan de moda en la época, el dueño de la taberna había instalado una mesa de tapiz verde, pobremente alumbrada por la luz que atravesaba los cristales de las dos ventanas a la calle Mayor.
Detrás del mostrador tenía la máquina del café, que invariablemente servía acompañado de un vaso de agua y, cuando el cliente lo pedía, con una generosa cucharada de leche condensada La Lechera. Del frigorífico unas cervezas súper frías. En la pared relucía un amplio botellero y, sobre todo, a la izquierda, en todo lo alto, el televisor, a todas horas encendido. Manuel Hidalgo tiene a gala el haber cumplido 95 años y seguir rodeando el convento de las Monjas.
Al contrario de lo que sucede en las catedrales, en la taberna hacía durante el verano un calor de espanto. Pero allí no faltaron nunca los feligreses, fuese verano o invierno, imperturbables seguidores por igual del Sevilla y del excelente café de Manolito Zambimbo, bebido por algunos como quien bebe el vino del cáliz consagrado. De haber sido preguntados por la cuestión, muchos bien podrían haber respondido que estaban dispuestos renunciar a la fe sevillista antes que al aroma del café que preparaba Manolito. Pero a nadie se le pasó por la imaginación semejante disparate. Hubiese sido como preguntarle a un niño si quiere más a su padre o a su madre.
El sevillismo -igual que los béticos dicen del beticismo y los comunistas del comunismo- se mama desde la cuna. (Del comunismo fontaniego se ha escrito aquí con profusión y del beticismo escribiremos la semana que viene). Desde la cuna éramos duros los fontaniegos y más aún los sevillistas. Pepe el estanquero de la callejuelilla del cura, sevillista duro de nacimiento, iba al estadio de Nervión a ver el Logroñés, que acababa de ascender a primera y estaba de moda, y a gritar su afición a los cuatro vientos. Por el contrario, Manolito Zambimbo, sevillista de la hermandad del silencio, nunca ha sido hombre de vociferar ni de entrar en disputas con nadie porque la fe verdadera se lleva por dentro. El único signo externo de su devoción eran las estampitas de los jugadores que decoraban las paredes de la taberna, lo mismo que las estampas taurinas alumbraban la taberna de Ángel Gómez.
En silencio sintió Zambimbo la muerte de Pedro Berruezo, jugador del Sevilla que cayó fulminado jugando en el municipal de Pasarón, en Pontevedra, el 7 de enero de 1973, en un encuentro entre el equipo gallego y el Sevilla. Aquella muerte fue similar a la de Antonio Puerta el 25 de agosto de 2007, entre el Sevilla y el Getafe. Un silencio respetuoso se apoderó de la taberna en ambos momentos. Todo lo contrario ocurría cuando el altavoz del televisor parloteaba de política, cuando el local se poblaba de bostezos, ruidos de fichas de dominó y manotazos matando moscas. La política habitaba exclusivamente ancá Antonio Catalina, calle Mayor arriba, que apenas tenía común con Zambimbo el buen café. De tierras en renta, de si sembrar remolacha o garbanzos y de peonás se hablaba en la taberna de Zambimbo únicamente cuando la parroquia agotaba la porfía sobre los santos del Sevilla, cosa que ocurría en muy contadas ocasiones.
Modesto, callado, atento siempre, devoto del equipo de Nervión y del actor Jerry Lewis (El profesor chiflado, Jerry Calamidad, El botones…) Zambimbo gustaba de sentarse a la puerta de su taberna a finales de agosto, camisa desabrochada, a escuchar los partidos del trofeo Ciudad de Sevilla. El Ciudad de Sevilla le traía a la memoria los dialoguillos del Tío Pepe y su sobrino y lo transportaba a la calle Oriente -actual Luis Montoto- a San Benito y la Calzada, a la fábrica de La Casera, a la taberna de Mauro vestida de rojo y blanco. Sevillistas de pro: José Medrano -el veterinario- Manolo el pescaero y Justo el carpintero.
La voz de Matías Prats cantaba goles mientras calle mayor abajo, camino de la taberna de Zambimbo, asomaban Salvador Ramos, el Tiri, el Jopo… Salvador Ramos era el mejor jugando al billar, mientras que Antonio Gómez Pérez y Cristóbal Gómez Ruiz lo eran de futbolín y Juan Medrano, Lamparilla, Rafael Mollete, Diego la Florencia, el Soza, Retamero, Ignacio Almorín se disputaban el liderazgo en el manejo del dominó. Grandes sevillistas todos, enormes polemistas y expertos en rivalizar sobre la ciencia de cómo meterle más goles al Betis, siempre bajo el manto callado de un Manolito Zambimbo que, además, servía el mejor café de Fuentes.