Lo concreto es lo nítido, lo indubitable, la arista, el contraste, la sombra que divide con alambre de espino, la línea recta, la cuadrícula, la matemática que busca la belleza. Fidias veía en un bloque de mármol del monte Pentélicon la lindura que dormitaba en su interior, antes de extraerla a golpes de cincel. La forma vive dentro de lo bruto esperando ser revelada por el artista, por alguien capaz de ver más allá de los árboles que conforman el bosque. Alguien que pueda extraer su esencia. Hay belleza en los números que estructuran la geometría, aunque no la hay en los asientos contables, por mucho que se empeñen los burócratas.
Para simplificar lo complejo, tendemos a pensar digitalmente, aceptando la dictadura de ceros y unos. Sólo hay dos opciones y un desierto enorme entre el blanco y el negro. Así, pensamos que la antítesis de lo nítido es el caos, que la definición es la sublimación de la hermosura. En esa certeza buscamos la simetría porque carecemos de ella. Tenemos dos de todo, dos manos para acariciar o para estrangular, dos pies para bailar o para desfilar, dos ojos para desear y para llorar, aunque desafiamos las leyes de la armonía cuando guiñamos uno. Necesitamos la línea recta, nos aferramos a ella porque representa la simplicidad de la pureza acotada entre dos puntos en el espacio. Por eso cuando encontramos un atajo, sentimos que estamos desafiando las convenciones. Lo importante en este mundo mercantil es el resultado; dos más dos son cuatro, para eso no hace falta razonar mucho, tampoco hace falta tener sensibilidad.
Quizá por eso tienen más éxito las tragaperras que la poesía. El verso no es contante ni sonante, no está hecho de metal, sino de vapor de sueños. Los poetas son desafiantes o no son poetas. No se puede apilar lo intangible, ni comprar, ni acaparar. Los poderosos de todos los tiempos han intentado dominarlo todo, coleccionar riquezas, edificios, ejércitos de relucientes armaduras y hasta personas. Posesiones vanas, pues nada dura. Por muchos cartuchos tallados en piedra que dejasen, los faraones también morían. Aunque su estúpido anhelo de inmortalidad y su vanidad enfermiza, además de sufrimiento, produjera una belleza casi eterna.
Nicéphore Niepce inventó la fotografía, al hacerlo liberó a su madre la pintura, del yugo de lo concreto. La pintura voló libre a partir de entonces. Para ello, la vieja guardia de la rectitud tuvo que ser vencida. Así los pintores convirtieron las esferas en cubos, arrugaron las rectas, diluyeron los trazos, endurecieron la blandura y ablandaron el tiempo. A partir de entonces, creyeron muchos, la fotografía se dedicaría a mostrar el mundo tal cual es y la pintura a la ensoñación de los fantasmas que sobrevuelan las mentes creativas.
Pero poco dura la cuadratura en la cabeza del artista y la fotografía siguió los pasos de la anciana pintura. Comenzó a sugerir, a retorcerse sin quebrarse, a difuminarse en la textura y a convertirse también en la voz propia de lo difuso. La mirada del fotógrafo se hizo opinión. El alfarero toca el barro, pone su huella y deja de ser arcilla para convertirse en arte o adefesio, pero jamás volverá a ser tierra húmeda. Es tan fácil como darle vueltas a la materia, a la gris del cerebro, para crear lo inexistente, algo pequeño capaz de movilizar millones de neuronas en un segundo y sobrecoger, emocionar, escandalizar, indignar, enamorar; no hay descarga eléctrica capaz de atravesar el alma con tal intensidad.
El mundo es propiedad de los contables, que sólo conocen el debe y el haber, creyendo que esas son las únicas matemáticas posibles, pero los números también pueden ser sensibles, geométricos y hermosos, o asimétricos y hermosos. Pero esta mutación sólo ocurre en las cabezas redondas, libres de cuadrículas alérgicas al tacto de la dermis. Por eso la inteligencia artificial no es tal, es una parodia del cerebro humano, que es la patria del caos dentro de un orden. En él comparten bóveda lo numérico y lo animal, lo que cuadra con lo que eriza la piel sin explicación. Supongo que Sthendal dejó que su animalidad suplantase a su calculadora en la Basílica de la Santa Cruz de Florencia. La pasión narcotizó su mente con la más absoluta de las bellezas. El síndrome de Sthendal es una enfermedad pasajera que nubla la razón. Pero es posible que, si no hubiese sinrazón, tampoco hubiese razones para seguir respirando. El arte fluctúa entre la rectitud y justo lo contrario, pero en medio hay millones de matices.
La creación artística necesita la curva y la recta, la prosa y el verso, los números y las letras, la materia y el sueño, la razón y la locura. Yo busco en la matemática, la geometría, el brillo de tus ojos, ese destello fascinante que me anuncia que muy pronto encontraré la belleza. Aunque muchos no sepan de qué estoy hablando.