Fuentes inmortalizó en la película “Tierra de Rastrojos” la épica revolucionaria de la lucha obrera campesina, pero desaprovechó la oportunidad cinematográfica de contar la guerra entre los agricultores y los ganaderos por el control de las tierras. Hubiese sido un western clásico al modo de John Wayne y Robert Mitchum en “El Dorado”. Los mayetes contra los cabreros. Al mismo tiempo que los fontaniegos se deleitaban con “Raíces profundas”, la película de vaqueros protagonizada por Alan Ladd, muchos caminos de Fuentes eran escenario de una encarnizada lucha entre los pastores que reclamaban las cañadas y veredas para el paso de sus rebaños y los mayetes que las habían labrado e incorporado a sus hazas.
La ley del más fuerte la impusieron los mayetes con el auxilio del sheriff del condado, dotado con placa de vigilante jurado marca Visur y equipado con revólver, canana, esposas, cordón, porra, galones y llaves. Llevaban más chismes colgando que un arbolito de navidad. Los guardas privados de seguridad llegaron a Fuentes allá por 1988 a bordo de un Seat Panda procedente de Alcalá de Guadaira. La orden que tenían era clara: mantener a raya a los cabreros y sus rebaños. Como suele ocurrir en estos casos, la raya la fija el que paga, aunque los cabreros eran gente brava y no se rindieron fácilmente. Hubo duros enfrentamientos, conatos de violencia y amenazas a cara de perro. Que tu ganado se ha metido en mi sembrado, que tu sembrado se ha metido en mi cañada real, que aquí no hay más ley que la fuerza.
Muchas noches, los caminos de Fuentes vivían escenas que bien podían haber formado parte de una secuencia del lejano oeste. Insultos y amenazas eran comunes, con los revólveres luciendo cachas de nácar. Algunos mayetes encandilaban a los cabreros con los focos del coche y les gritaban “¡la leche tendría que estar tirada de precio para que tuvierais que abandonar las cabras!” Algunos cabreros llamaban a los guardas “perritos de los mayetes” y no fueron pocos los que quedaron enemistados mientras vivieron. En la hermandad de labradores, "el Cantinero" fijaba los turnos de los vigilantes. En Fuentes gustaba el de ocho horas rotativo para que los cabreros no supieran a qué hora entraban y salían, ni por qué parte del campo andaban.
Los vigilantes privados cubrían la inoperatividad de la Guardia Civil, en parte impotente para atender tantos frentes abiertos con cada vez menos recursos y, en parte, incapaz de intervenir en una disputa en la que cada cual tenía sus razones. Los caminos públicos habían sido invadidos, era cierto, pero los cultivos pertenecían a los mayetes y, con frecuencia, los cabreros iban más allá de las lindes de cañadas y veredas. La violencia estaba a flor de piel. La tensión -los agricultores les reprochaban que no lograran poner a raya a los cabreros- y el coste del servicio llevaron a los mayetes a cambiar de empresa de seguridad. Vino otra de Córdoba, más económica y celosa de controlar a los cabreros. Los guardas cordobeses destacaban por sus draconianas condiciones de trabajo. Eran capaces de hacer guardias de cinco días seguidos comiendo apenas un cacho de pan con queso o jamón.
Los cabreros les temían como a una vara verde. Al jefe le pusieron "el súper extra". Los mayetes estaban satisfechos con la nueva situación, pero los vigilantes, conscientes de que les explotaban, acababan muchas veces pasándose al enemigo o, al menos, comprendiendo las razones de los cabreros. Entre la espada y la pared, entre la explotación laboral, la presión de los mayetes y el descontento de los ganaderos, el trabajo no era grato. Patrullar los campos con más de 40 grados, mal pagados, mal dormidos, mal aseados y peor considerados no es bocado del gusto de nadie. Los propios mayetes se quejaban de que las empresas de seguridad explotaban a sus empleados. Pero seguían contratándolas. Por eso duraban poco en estos destinos. Todo el que podía se buscaba un puesto de vigilante en un centro comercial con aire acondicionado, en una obra, en una discoteca o en una sala de juego.
El campo no es bueno ni siquiera para guardarlo. El trabajo nocturno, incluyendo días laborables, domingos y fiestas de guardar, trae consigo tantos divorcios como conducir camiones por esos mundos de Dios. Las horas extras eran baratas y las nocturnas no tenían un plus que las hiciera más atractivas. La regla del mejor guarda jurado era echar muchas horas, dormir todo lo que pudiera sin que lo pillaran y sin que le robaran. Todo lo demás eran añadidos. Los vigilantes que venían a Fuentes estaban más quemados que la pipa de un Sioux de “Horizontes lejanos”. Hacían hasta 535 horas en un mes, entraban los jueves y salían los lunes. A base de hacer muchas horas podían ganar 231.000 pesetas. La vida del guarda era trabajar.
Aquella vigilancia terminó cuando los cabreros y los mayetes se arreglaron y la empresa de seguridad desapareció de Fuentes. El armisticio sirvió para descanso de los vigilantes. Adiós a los 90 kilómetros que separan Córdoba de Fuentes, adiós a los 40 grados a pleno sol, adiós a los insultos de unos y a la explotación de otros. La guerra de los mayetes y los cabreros no alcanzó la gloria de quedar inmortalizada en un western sureño con escenario en la campiña, sino que cayó pronto en el olvido igual que aquella canción infantil cuyo estribillo decía “Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena. Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá. Do re mi, do re fa, no sé cuándo vendrá”.