África es un milagro. Siempre que piso este continente, y son ya decenas de veces, es el primer pensamiento que me viene a la cabeza. Como no soy creyente, debe de ser un milagro laico. Deben de existir los milagros laicos porque sólo eso explica que tantos países de África sigan vivos a pesar de las crisis, expolios, catástrofes naturales, guerras civiles y las calamidades provocadas por sus gobiernos y por los intereses extranjeros. Guinea-Bissau es un pequeño país del África occidental situado entre Senegal y Guinea Conakry. Puedo haberlo visitado quince veces desde el año 2006 y sigo pensando que vive de puro milagro. El milagro de cada día.
Las condiciones de vida de esta pobre gente empeoran día a día. Si los alimentos básicos han sufrido un aumento desorbitado en Europa, aquí se han vuelto inalcanzables. Un kilo de arroz cuesta casi el doble que antes de la guerra de Ucrania. El arroz es la base de su alimentación. El ochenta por ciento de la población vive aquí con menos de un dólar al día. La economía del país descansa sobre la exportación del cajú (anacardo), cuyo precio ha bajado de 650 francos en 2021 a 250 este año. En Bafatá, la segunda ciudad del país, las gasolineras no tienen combustible, el suministro eléctrico, antes inestable e imprevisible, ha desaparecido por completo. Pero los generadores ronronean buena parte de la noche. Milagro.
Pese a que las gasolineras no tienen combustible que vender, la carretera de Bissau, la capital del país, nos recibe con un atasco descomunal. Tardamos 6 horas en recorrer 160 kilómetros, a una media de 26,6 kilómetros por hora. ¿De dónde sale el combustible? Los coches y camiones que transitan la única carretera "asfaltada" del país se mueven como si estuviesen atrapados en una tempestad de alta mar. Baches como bocas del metro los engulle y vomita durante kilómetros y kilómetros. Los arcenes de la carretera están llenos de vehículos que no han sobrevivido a la batidora. Este país es un matadero de coches y camiones y, sin embargo, infinidad de ellos siguen arrastrando su chatarra como cucarachas agonizantes. Milagro.
El trópico se halla sumido en la estación de las lluvias. Este domingo no luce el sol y en cualquier momento el viento se arremolinará con fuerza y del cielo caerá una cortina de agua que arrastrará cuanto encuentre a su paso. Varios tejados de cinc volarán por los aires dejando al raso a los moradores de muchas casas. Las calles serán auténticos torrentes de barro rojo que desembocarán en el río Geba, teñido del color de la sangre. Mientras el cielo se derrumba, los niños que este domingo acuden a misa en la catedral de Bafatá vestidos de exploradores seguirán su camino empapados como si nada. Están acostumbrados a que la ropa se les seque pegada al cuerpo. En cuestión de minutos lucirá de nuevo el sol. Milagro.
El único hospital de la región de Bafatá (300.000 habitantes) aparece sobre una colina como un buque a la deriva. Hay huelga de médicos porque los sanitarios no cobran su salario desde hace meses. Los accesos al hospital son un barrizal intransitable en el que los pacientes acompañados por familiares intentan no resbalar cuesta arriba. Algunas mujeres a punto de parir son llevadas en moto a través de una cuesta que podría ser un circuito de motocrós. Cuando consigan llegar verán que no hay camas disponibles porque el hospital está saturado, varios enfermos de malaria en cada cama, acurrucados, oscuros y temblorosos por la fiebre. Ahora hay más mosquitos que en todo el año. Agacharán la cabeza, no dirán nada y esperarán todo el día porque saben que tarde o temprano alguien les hará un hueco en algún rincón. Paciencia infinita. Milagro.
Nadie quiere vivir en este país. Los ricos viajan sin problema a cualquier lugar del mundo. Los pobres no logran cambiar de barrio. Los ricos tienen sus residencias en Portugal, España, Reino Unido o Estado Unidos. Sus casas y sus tierras en Bafatá están abandonadas desde hace décadas. Toda la parte antigua de la ciudad, construida por los portugueses, es una pura ruina. Casas señoriales caídas a pedazos. Los otros barrios están compuestos por una sucesión de casuchas de tejados de zinc rodeadas de basura sin tasa y charcos sin fin. Huyen los ricos con sus capitales por delante, huyen los pobres con sus sueños como único pasaporte. Los primeros no encuentran obstáculos, los segundos chocan contra muros infranqueables. Los emprendedores, los más inquietos, los inconformistas, tienen en la emigración su única vía de realización.
Atrás quedan sólo los que no encuentran la forma de escapar y los que atesoran alguna forma de poder. Los gobiernos se suceden unos tras otros igual que los camiones averiados a todo lo largo de las carreteras del país. Igual de averiados. Amparados por la impunidad que les otorgan propios y extraños. Corruptos, insensibles al sufrimiento, atentos sólo a sus impulsos. El Parlamento, enmudecido, la justicia sometida, la prensa amordazada, los recursos naturales expoliados. El sueño, la emigración. Vuelve a llover y el agua corre presurosa hacia el río Geba, donde los pescadores echan sus redes buscando algo que llevar al plato que comerán sus familias. Los niños habrán logrado a pedradas echar abajo algunos mangos. Con suerte, hoy habrá comida. Milagro.
La cultura local hace que cada saludo sea interminable. ¿Cómo te has levantado hoy? Bien. Djantum. ¿Y la familia? Bien. ¿Y los niños? Bien. ¿Y las vacas? Bien. ¿Y los árboles? Bien. Todo está bien siempre. Es una forma de hablar, algo que apenas consuela. Todo va bien, ca ten problema, no hay problema, Inchalá. Milagro.