La gente a lomos de su vida más o menos anónima, más o menos pequeña. La gente, dato alfanumérico al servicio de un algoritmo, nadando en una sopa de números y letras pendientes de pago. La gente con sus hipotecas impagables, con sus alquileres inasumibles, con sus vidas invivibles. La gente subiendo la cuesta de enero, febrero y marzo. La gente viviendo por debajo de sus posibilidades. La gente, las gentes, la masa, la chusma, los votantes, los usuarios, los contribuyentes, los televidentes. La gente siguiendo la ola, haciendo la ola y Vicente siguiendo a la gente.
Nada es posible sin la gente, accesoria, manejable, maltratable, explotable, ignorable, prescindible. Puntitos de los que hablaba Harry Line desde la noria del Prater de Viena en “El tercer hombre”. Ocho mil millones de almas chocando entre sí, en un mundo menguante. Rebaño de ovejas esquiladas antes de tiempo, divididas en grupos cada vez más aislados, hasta llegar al número más pequeño. Células desertoras del grupo, convertidas a la religión del “sólo yo”. El individuo en el centro del universo, gritando: “sálvese quien pueda”, “el último paga la cuenta”. Un payaso corporativo vende comida rápida, cada vez hay más restaurantes, cada vez están más llenos, tanto, que ya nadie le llama basura a la basura.
Somos pequeños cristales de cuarzo, pero no se conoce ninguna playa con un solo grano de arena, necesitamos ser muchos. Formamos la colmena, el pueblo, el barrio, la ciudad… No hay poder, salvo el de la naturaleza, que pueda con las personas cuando se juntan, cuando se convierten en gente. Por eso al poder le gusta tanto desunir. “Divide et impera”, decía Julio César, que fue un dictator que propició el fin de la república de Roma y el abuso de emperadores autoproclamados dioses. Pasaron siglos hasta poder destronar a los dioses hereditarios, costó muchas lágrimas, mucha sangre. Siempre es la gente la que llora y sangra.
“¡Sólo el pueblo salva al pueblo!”, es la frase de moda nada inocente, contagiosa, se replica como un virus de red en red. El pueblo no es algo abstracto, es la gente compartiendo parabienes y paramales, uniendo fuerzas para defenderse, apoyarse y cuidarse. A esta forma de organizarnos le llamamos Estado, se encarga de lo nuestro, de lo de todos, de lo público. Los que gritan ¡Menos Estado! lo que dicen en realidad es menos nosotros y más unos pocos. Repiten “donde mejor está el dinero es en el bolsillo”, pero nunca dicen en cual. El pueblo es el Estado, no nos roba, no se forra, porque el dinero se gasta hoy en mí, mañana en ti. Somos trapecistas, nos la jugamos a diario, pero sabemos que hay una red debajo, saber esto viene muy bien para conciliar el sueño.
Hay muchos villanos que quieren dominar el mundo, pero nosotros no tenemos ningún Spiderman que nos defienda, ni siquiera a Superlópez, sólo tenemos al Estado. Acechan y conspiran, amenazan, compran y manipulan, siembran el miedo. Tan cobardes como el dinero, cada vez que pierden privilegios, nos anuncian la llegada del apocalipsis. El Estado democrático es un pacto de todos, tenemos los mismos derechos y obligaciones. Da -debería dar- igual el abolengo enranciado que se tenga o el pedigrí en algún caso, o la pasta en Suiza disponible. No hay élites, no debería haberlas, no hay castas de intocables, pero sí desamparados a los que cuidar, mayores que construyeron, niños que construirán, enfermos que no pueden construir. Pagar impuestos nos equilibra en lo básico, las leyes hacen justicia, más allá del Estado solo está la selva que también tiene leyes, pero solo benefician al macho alfa y sus amigos. No ha habido ningún Estado autoritario sin tortura, sin asesinatos, sin corrupción generalizada, sin injusticia.
Ahora vuelven a ondear las banderas al viento de la exaltación patriótica, “yo soy español, español, español”, gritan, pero no orgullosos de los seis mil trasplantes de órganos realizados en un año. Los inflamados no quieren pagar impuestos, pero sí hospitales, carreteras, policías y pensiones. Ahora pintan bastos en el mundo, un público infantilizado que ve todo como un espectáculo, elige a los payasos de “Micolor”, pensando que no perderán los colores. Adoremos pues a los bufones y a los superhéroes con mallas ajustadas, a los llaneros solitarios con superpoderes extraterrestres, a los ególatras de salón, a la ciencia infusa.
Sería para estar triste si pensara que, como dice el tango de Discépolo, “los inmorales nos han igualao”, si ya hubiesen ganado, pero aún no lo han conseguido. Por eso no pierdo la esperanza en el sentido común de la gente, en la buena gente. Creo, quiero creer, que no permitiremos que la “mala gente que camina y va apestando la tierra” imponga su falacia egoísta, su ansia rapiñadora. La última vez que lo intentaron, lo consiguieron porque se lo permitimos. La estupidez acecha, no miro hacia arriba buscando ayuda, miro hacia abajo donde habita la gente.