"Salimos de Fuentes en desbandada, unos hacia Alemania y otros hacia Cataluña. El año 1963 Fuentes registró un tsunami migratorio como no ha tenido nunca más. Medio Fuentes emigró en los primeros años sesenta. Después del acuerdo firmado por el régimen de Franco con Estados Unidos en 1953, las democracias europeas terminaron por levantar las barreras económicas impuestas a la dictadura. El presidente Eisenhower visitó España en 1959 y España aplicó en esas fechas un plan de estabilización económica que le permitió incorporarse a instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional y la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE), antecedente de la actual OCDE. Levantadas las barreras, los españoles escapamos en oleadas a Europa en busca de un bienestar del que aquí carecíamos".
Paco Bejarano fue uno de aquellos miles de emigrantes que en los años sesenta del siglo pasado atestaban los trenes en dirección a Barcelona o a la frontera de Irún para recalar en las fábricas metalúrgicas o de las obras de la floreciente Alemania. En este tercer capítulo de sus memorias, narra la vida cotidiana de un grupo de fontaniegos, durante 1963 y 1965, en una fábrica de Duisburgo y en obras construcción de Núremberg.
"Éramos diez o doce fontaniegos los aquel día de finales de octubre de 1963 subimos juntos al vagón de un tren en la estación de Sevilla. No me acuerdo de todos, pero íbamos, entre otros, Emilio Escobalito, Francisco el Tatao, el Arbellano de la calle La Rosa, uno al que llamaban La Liosa, Cristóbal Chamarín, Bastián de la Flora, Pepito el Tío los Hierros (tío de Diego), un Paillero y yo. El viaje en tren duró tanto que al final perdimos la noción del tiempo. Dos días tardamos en llegar a nuestro destino, que era Duisburgo, ciudad situada en la Renania del Norte-Westfalia. En el tren viajaba gente durmiendo en los pasillos y sentada en las maletas. Recuerdo que paramos de noche en Madrid y después en Irún, donde había que cambiar de tren porque RENFE tenía un ancho de vía diferente al de los países europeos. De Irún pasamos a Colonia y de allí, en autobús, a Duisburgo.
Más que un viaje en el territorio, el nuestro fue un desplazamiento de la penuria a la suficiencia. Decir riqueza sería exagerado. Íbamos cargados de miedos y de ilusiones, a partes iguales. Salíamos de la atmósfera asfixiante de una dictadura pobre rumbo a un país rico y libre. Éramos protagonistas, secundarios pero protagonistas al cabo, del sueño europeo. A los andaluces, alegres y abiertos, nos chocaba el carácter serio y cuadriculado de los alemanes. Nos costaba acostumbrarnos a la crudeza de aquel primer invierno de 1963 lejos de Fuentes y del calor familiar. La nieve no fue novedad porque aún teníamos en la memoria la nevada que hubo en Fuentes en febrero de 1954.
Los emigrantes cargábamos siempre con una maleta corta de ropa y con una mochila hasta arriba de sentimientos enfrentados, de nostalgia y de incertidumbre. La emigración es una fruta dulce y amarga. Dulce porque ganas dinero y, en nuestro caso, disfrutamos de una libertad que aquí no teníamos. Pero amarga porque estás lejos de los tuyos en un país extraño. Nos empujaba sobre todo la necesidad económica. En aquellos tiempos, en Fuentes no había trabajo y el poco que había daba para jornales de 75 pesetas, los días que había un tajo al que arrimarse. Llegar a Alemania suponía cobrar unos 800 marcos al mes, que veían a ser 9.600 pesetas. El marco estaba a 12 pesetas. Es decir, ganábamos unas 380 pesetas por día trabajado y se trabajaba todo el año de lunes a sábado. Ese era el salario, pero muchos ganábamos todavía bastante más porque hacíamos horas extras, mejor pagadas que las normales. Muchos meses, trabajar en Alemania suponía multiplicar por seis o siete el salario que hubiésemos cobrado de haber seguido en Fuentes.
En Alemania los emigrantes gastábamos poco y mandábamos a casa casi todo el salario por giro postal. Aunque tenía 28 años, ya estaba casado y con cuatro hijos. Entonces, en Fuentes disponer todos los meses de 7.000 o 7.500 pesetas era un lujo, cuando lo normal era cobrar 1.800 pesetas el mes que trabajabas entero. De ahí que todo el mundo quisiera irse a Alemania. A nosotros nos hicieron un contrato por un año, pero antes tuvimos que pasar un examen médico en Sevilla, a donde vinieron expresamente sanitarios alemanes. Nos sacaban sangre para analizar y nos miraban de arriba abajo para excluir a quienes tuvieran alguna enfermedad. Al llegar a Alemania ya teníamos asignada fábrica y residencia, en habitaciones con dos o tres camas, comedor y cuarto de baño completo.
Muchos emigrantes vimos en Alemania un wáter por primera vez en nuestras vidas. Y muchos aprovechamos los ingresos de aquel trabajo para hacer nuestro primer cuarto de baño en la casa de Fuentes. Con el salario de Alemania hice obras en mi casa de la calle la Huerta. Puse luces en todas las habitaciones y metí agua corriente, cosas impensables con los ingresos del trabajo en Fuentes y con cuatro niños chicos. El pequeño de ellos, Fernando, estaba recién nacido cuando me fui a Alemania. Mi mujer compró el año siguiente, la primera lavadora que entró en casa. El uso del frigorífico aún no se había popularizado en Fuentes. Como no había teléfono, la forma de tener noticias de la familia era por las cartas que escribíamos y recibíamos de tanto en tanto.
A pesar de las innegables ventajas que tenía trabajar en Alemania, la emigración no era pan del agrado de ninguno de nosotros. Hubo muchos, la mayoría, que no cumplieron el contrato de un año que habíamos firmado, que debía concluir en octubre de 1964 y que se prologó dos meses más, hasta diciembre. Que recuerde, nos quedamos Emilio el Escobalito, Cristóbal Chamarín, Pepito el Tío los Hierros y yo. Este último se quedó más tiempo porque lo operaron de un cáncer de laringe. Allí echábamos de menos a la familia y hacía un frío de espanto, pero había que aguantar porque las condiciones económicas eran muy buenas. Muchos días, cuando el horario de trabajo lo permitía, nos hacíamos la comida en la residencia. Si no, comíamos en la misma fábrica.
Muchos días salíamos a pasear y a tomar alguna que otra cerveza en los bares cercanos. Uno de aquellos días, al llegar a la residencia nos tropezamos con un corrillo de españoles en la puerta alrededor de un vasco que había viajado sin contrato de trabajo y tampoco tenía dónde pasar la noche. Nadie se atrevía a contravenir el reglamento de la residencia, que contemplaba la expulsión inmediata para todo aquel que introdujera a un extraño. El portero era un lince controlando las entradas y salidas de los residentes. Por las noches teníamos prohibido cerrar los cuartos por dentro para que el portero pudiera inspeccionar el interior a cualquier hora. Pero yo tenía una cama vacía en el cuarto y, con la noche de perros que hacía, no podía dejar en la calle a aquel hombre.
Era el 22 de noviembre, día del cumpleaños de mi hija Marisol. Así que formamos una piña alrededor del vasco y lo metimos dentro. Aquella noche cerré el cuarto con llave por dentro, el vasco durmió caliente y por la mañana lo sacamos del mismo modo que entró. El porteo me llamó la atención por haber cerrado por dentro, pero le puse de excusa que los compañeros no me dejaban dormir con bromas porque no les había invitado a una cerveza por el cumpleaños de mi hija. El hombre, que pronto encontró trabajo y casa, solía decirme "en Bilbao siempre había oído decir de los andaluces que sois vagos y fulleros, pero resulta que andaluz ha sido el único que me ha ayudado el día que me he visto en la calle".
En la fábrica rotábamos los turnos de trabajo. De dos de la tarde a diez de la noche, de diez a seis de la mañana o de seis de la mañana a dos de la tarde. Era una fábrica metalúrgica, con fundición propia, que hacía piezas para trenes, ruedas, bielas, ejes... Allí trabajábamos miles de personas: muchos españoles, pero también turcos, polacos e italianos. La fábrica tenía contratado como intérprete a un español, aunque poco tiempo después de llegar algunos ya chapurreábamos el alemán. A mí siempre se me dieron bien los idiomas. Al llegar nos entregaron un libro para aprender alemán. Entre las ventajas de vivir en Alemania estaba la libertad de hablar sin tener que mirar quién estaba a tu lado. En Fuentes había chivatos políticos reconocidos, pero otros podían denunciarte por "comunista" sin que supieras quién había sido.
Una vez terminado el contrato de la fábrica, en diciembre de 1964, volvimos a pasar las navidades en Fuentes, pero no hacíamos más que pensar en la forma de repetir. Aquellos días en Fuentes coincidimos con Manolo Chamarín, hermano de Cristóbal, y con Pepe Garaña, que estaban de albañiles en Alemania y ellos nos pusieron en contacto con su empresa, que nos mandó una carta de invitación para trabajar de encofradores en Núremberg. Esta segunda experiencia fue más corta y duró desde marzo hasta diciembre de 1965. En total fueron dos años de trabajo en Alemania, después de los cuales volví a tener que mirar alrededor para ver si alguien escuchaba antes de decir según qué cosas.
Me habría quedado para siempre en Alemania si mi mujer no hubiese sido tan contraria a dejar Fuentes. Teníamos cuatro hijos. Así que me tuve que acostumbrar de nuevo a las penosas condiciones laborarles que había en Fuentes. Tengo conciencia política desde siempre, o al menos desde que alcancé el conocimiento. Así que después de llegar de Alemania me afilié al PCE en la clandestinidad. Era el año 1965 y la represión de la policía política era dura, pero logramos introducirnos en el sindicato vertical de la hermandad de Labradores y Ganaderos, donde fui presidente de la sección social y vicepresidente de la hermandad, cuyo presidente era José Toledo Valiente, conocido como José Morón. En Fuentes los comunistas teníamos bajo control el sindicato único fundado por Franco. Pero esa historia merece la pena contarla de forma extensa la semana que viene."