Los jóvenes de hoy no se imaginan que la mayor parte de la gente humilde en los pueblos de esta campiña vivían de las labores del campo, enganchando algunas peonadas en épocas favorables, guardando pavos o cabras y poco más. Sin embargo, los chavales de entonces aprendieron casi por necesidad, desde chicos, viviendo en el campo. Aprendieron que la liebre come junto al hocico de la yegua para evitar a las águilas. Que cuando el búho ulula, el conejo sale. Que cuando la liebre se para a comer, las tórtolas bajan del árbol. En definitiva, que todos los animales en épocas de hambruna viven en comunidad y se avisan unos a otros de cualquier peligro.
La abundancia de caza fue ta tabla de salvación para muchas casas. Eso propició una actividad de subsistencia: la caza furtiva, que constituyó el pan de cada día para muchas familias. A menudo como un complemento a otros ingresos, pero también como la única manera de sobrevivir. El producto de este furtiveo se vendía luego en los bares de los pueblos, así como a algunos particulares que no tenían problemas económicos. Era frecuente también la actividad del estraperlo, asociada a la caza ilegal. Resultaba normal que las mujeres de los cazadores furtivos vendiesen zorzales, perdices, conejos, liebres y, ocasionalmente, alguna pieza de caza mayor, que luego servían para preparar la rica variedad culinaria en otros hogares más pudientes.
Las artes de caza furtiva eran abundantísimas, haciendo cierto aquel dicho de “cada maestrillo tiene su librillo”. Abundaba la caza con lazo y con hurón. Otros utilizaban más bien cepos. Los más se dedicaban a las perdices con trampas o perchas. También los había que preferían aguardar a la estación fría para arremeter con los zorzales, a los que cazaban con trampas de alambre que ellos mismos fabricaban o con perchas hechas con el pelo de las colas y las crines de las caballerías. Hoy en día el furtivismo, la caza ilegal, es un delito despreciable porque atenta contra un signo de nuestro tiempo que es el respeto a la naturaleza. Durante mucho tiempo esta práctica ancestral paliaba el hambre de muchas familias.
Eran hombres y familias a los que la pobre economía de estas zonas obligó a adentrarse en el campo en busca de una manera para vivir: setas, espárragos, palomas, conejos, liebres, no por placer o deporte, sino empujados por la necesidad de supervivencia. En muchísimos casos, por la simple necesidad de comer u obtener un sobresueldo. Su lugar de trabajo era el campo, el río, el arroyo, el monte. Lo consideran como algo suyo, como una especie de propiedad natural. Lejos de ser para ellos un lugar que inspirara miedo, el campo ocupaba un lugar importante en sus vidas y en su universo, como si de una deidad se tratara.
Aquellos hombres que sacaron adelante a su familia en la posguerra dedicándose al furtivismo de caza menor en la campiña o en la vega sevillana, unos llanos donde era casi imposible esconderse, haciendo gala de su ingenio que los convirtieron en los últimos de su especie. Cazaban casi siempre de noche y con mil argucias e ingenio. Biografías reales de muchos personajes extraordinarios e irrepetibles que cazaban como forma de supervivencia y sus técnicas de caza prudentes y ocultas para despistar a los guardas y agentes del orden le obligaban a ser lo que fueron. Furtivos, pero furtivos de otra manera….