Hubo un tiempo en el que viajábamos en los remolques. Al volante de los tractores iban los hombres privilegiados, los favoritos de los señoritos, siempre obedientes y agradecidos por haber sido señalados por los dedos omnipotentes de los amos para ocupar los puestos reservados a los desventurados con espíritu de siervos. En Fuentes era así, lo mismo que en casi todas partes de esta doliente Andalucía y en aquella España color caqui que proclamaba a los cuatro vientos su ignorancia bajo la consigna de “¡que inventen ellos!”.
Andalucía entera viajaba en remolque. Viajaba y sigue viajando como un desorientado imberbe. Al volante del aquellos Ebro de sospechoso color azul iban -y van- los manijeros de cortijos explotados desde mullidos despachos capitalinos, por lo general situados en la Gran Vía de Madrid. Decían entonces que “si los andaluces pobres sólo piensan en emigrar a Cataluña y los andaluces ricos en la Gran Vía de Madrid, quién piensa en Andalucía”. ¿Quién piensa en Fuentes? Sustituyamos el adjetivo “pobre” por el de “joven” y estaremos en 2025 frente al mismo sangrante dilema de los años sesenta, setenta, ochenta, noventa… del siglo pasado.
Fuentes sigue sin ser un pueblo para jóvenes. No hay más que ver cada día, de buena mañana, la hilera de coches camino del cruce conducidos por fontaniegos y fontaniegas en busca del trabajo digno que aquí se les niega. La sangría de gente joven sigue produciendo escalofríos. Nadie recuerda si alguna una vez fue Fuentes un pueblo para los jóvenes. Lo mismo que Andalucía, tierra de emigración, pueblo resignado a seguir al abanderado, a la irrelevancia en la economía industrial del país, proveedor de servicios y de mano de obra barata. La misma queja que retumbaba en las tabernas de los años setenta se oye todavía en los bares del siglo XXI.
¿Cómo es posible que los jóvenes de Fuentes de Andalucía, como los de Andalucía de Fuentes, tenga todavía la emigración y los servicios como únicos horizontes? La chacha de Madrid. ¿Cómo es posible que siendo un pueblo rico en tierras y en producción no tenga ninguna industria alimentaria”? Ni siquiera una fábrica de harina, con el trigo que producen nuestras tierras. Ni una envasadora de aceite, ni siquiera de girasol. Ni una marca de garbanzos ni de conservas de habas. Todo viene de fuera. Fuentes viaja montado en el remolque y se deja conducir al lugar donde Madrid decide.
De todo lo mucho que Fuentes produce, apenas envasa y vende peonadas, igual que en los años setenta. Carne de emigración y poco más. A lo sumo, dinero acarreado de otras tierras, euro a euro, con el fin de hacerse aquí una casa digna, de lo que viven también los albañiles, los carpinteros, loe herreros y los pintores. La juventud de los años ochenta tuvo un sueño en el que se veía fabricando sillas, quesos, latas de alcauciles, botellas de aceite y hasta motores. En ese sueño se miraban cara a cara con los propietarios, reclamaban sueldos dignos y contratos indefinidos, con altas en la Seguridad Social, como los que ofrecían las empresas catalanas, vascas, madrileñas, alemanas, francesas, suizas…
En ese sueño de juventud no había que dejar atrás la pasión por las tertulias en el Catalino o junto al mostrador de Manolito el Parro. Ni olvidarse del carnaval de Fuentes. Ni de la romería, ni de la velá del Carmen, ni de la feria. La juventud de Fuentes era próspera y los propietarios eran andaluces que miraban por sus intereses por y para Andalucía. La burguesía andaluza ya no tendría nunca más sus miras puestas en Madrid ni sus dineros invertidos en industrias lejanas. Ya no seríamos ricos únicamente en fiestas y tradiciones. Ya no estaríamos condenados a elegir entre hacerse cabrero o emigrante, parado perpetuo y pasajero de los trenes de temporada, de la vendimia a la fresa, de la aceituna a los hoteles de la costa.
Decía José Antonio Caballero, Niño las Tortas, que “a porrillos sale la gente de Fuentes para reunir las peonadas, cobrar el paro y formar un hogar”. José Potestad respondía diciendo “¡qué duro es trabajar en la fresa, con la cintura partía!”. Y José Antonio Fernández Ancio añadía que peor es tener que irse a coger aceitunas a Jaén “con el frío que hace y viviendo como cabras”. Dura era la temporada de Benidorm, todo el día “deseando de venirse a Fuentes y comprarse una casita donde pasar la vejez”. Desde Barcelona, la Concha Colorao reclamaba para Fuentes fábricas que rompieran la maldición de la emigración.
A Fuentes sólo lo salva el imán que tiene para su gente. Lo mismo que la aguja de una brújula se ve atraída por el magnetismo del norte, los fontaniegos de la diáspora viran siempre sus ojos hacia Fuentes. El magnetismo se llama aquí charla con los amigos, risa, retranca en las conversaciones, campo sembrado de trigo, canto de la perdiz en los Cerros, chicharras en la Alameda y aire de las noches de verano en el paseíto la Plancha.
Decía Antonio Fernández de Peñaranda, "Niño la Fonda", que Fuentes es un pueblo de seguidores, no de emprendedores. Hechos a viajar en el remolque. Trabajadores obligados a dejar hasta el oficio de barbero en la calle la Huerta, como el maestro Morillo, porque tenía tres hijos imposibles de colocar en Fuentes. Ellos se colocaron en la Seat y rompieron para siempre la brújula que señalaba el rumbo al sur. Morillo, enamorado de Fuentes, se hizo una casa con los ahorros de Barcelona, y todos los veranos viene a disfrutarla. Fernando, taquillero del cine Avenida y carnicero en la plaza, tuvo que dejar sus trabajos para colocar a los hijos en Madrid porque Fuentes no les ofrecía nada.
El futuro de unos pocos en el Fuentes de los años 70 y 80 consistía en colocar al niño en el ayuntamiento y los sábados y los domingos llevar las pocas tierras de la casa porque para vivir del campo no había suficientes tierras. Un mayete con 40 o 50 fanegas de tierra no tenía para colocar a todos sus hijos en el campo. Había que buscarse otra actividad. El subsidio agrario, el PER y las peonadas que sacaba de la emigración daba a una familia para salir adelante a trancas y barrancas. Dicen en el estanco de la calle Mayor que Fuentes es un pueblo que ofrece sobre todo tranquilidad, un ideal para jubilados, pero inadecuado para los jóvenes.
Hubo un tiempo en el que viajábamos en remolque. Otro tiempo en el que soñamos con empleo estable y digno, con una burguesía como la catalana, hecha aquí por y para Andalucía, dueña de fábricas -aunque fuera de envasar bolsa de pipas- con emprendedores que daban la espalda a los rancios de siempre. Sueños, sueños, sueños.