Salvo los jóvenes incorporados en los últimos años a la agricultura o al campo en general, la inmensa mayoría de los agricultores, ganaderos y gente vinculada al campo de algún modo, hemos conocido desde siempre la quema controlada de rastrojos. Una práctica agronómica tradicional cuyos beneficios nuestros padres y abuelos conocían bien: permitía una limpieza sencilla y eficaz de residuos vegetales (varetas de olivos después de la poda, cañas de girasol después de la siega, rastrojos de cereales...) que de lo contrario se convertían en reservorio de plagas, enfermedades y hongos.
Estás prácticas, realizadas siempre correctamente, con los medios de prevención adecuados, solo ofrecían ventajas. No sólo para la agricultura, sino también para la naturaleza y el medio rural. Esto ha sido así hasta hace poco tiempo. Ahora, las restricciones y la globalización obligan al agricultor a consumir una cantidad cada vez mayor de fitosanitarios perjudiciales para nuestra salud y para la propia fauna porque rápidamente las plagas se hacen resistentes y hay que insistir en las aplicaciones de productos químicos que absorbe la tierra y los alimentos que consumimos.
La cadena trófica, desde que le aplicamos el veneno a los cultivos, pasa indudablemente por animales y otras plantas hasta llegar a nosotros. Veneno y más veneno. Muerte y extinción de especies. ¿Desde cuándo no ven ustedes esos grandes bandos de alondras en la campiña? Eso quiere decir más trabajo y más coste para el que lleva la tierra, pero sobre todo más productos químicos en nuestros campos, más cáncer, más pérdida de especies como la liebre o la perdiz. ¿Eso es garantizar el equilibrio medioambiental? Lo dudo mucho, la verdad. Más bien da la impresión de que estamos intentando “matar moscas a cañonazos”, creando leyes desde despachos que no saben ni siquiera lo que es el campo y sus costumbres ancestrales. Para evitar un sistema mucho más sensato como es la quema controlada. Repito siempre controladas.
Insisto y subrayo la palabra “controlada”. Nadie está hablando de dar rienda suelta a cualquiera para echar una cerilla en los campos o quemar por hacer daño. Primero, porque el agricultor sabe que su mejor patrimonio es una tierra sana. En este trabajo no pueden agotarse los recursos un año porque luego llegarán la siguiente sementera y la cosecha. Segundo, porque llevamos muchos años acompañados de la Política Agrícola Común, unas ayudas que sólo recibes si cumples escrupulosamente con numerosos requisitos medioambientales.
El agricultor es muy consciente de lo que está en juego. Estas ventajas del sistema no solo las defendemos nosotros ni los que estamos en contacto con el medio rural, también las corrobora un informe de la universidad de Navarra, en el que se defiende que la eliminación con fuego mejora las condiciones agronómicas de la agricultura y ganadería. Y segundo, es mucho menos contaminante que el uso reiterado de los herbicidas, fungicidas e insecticidas (veneno) que están arrasando nuestra biodiversidad.
Además, poder retrasar la retirada de restos agrícolas, controlando siempre las fechas, permite también mantener hasta octubre un resguardo útil para las aves, fauna y para la caza. Y además, es una medida de prevención de incendios porque esas áreas tratadas actuarán como cortafuegos naturales en la próxima campaña, siempre dejando cortafuegos en arroyos o zonas forestales.
En resumen, la recuperación de la quema controlada de rastrojos puede ser defendida desde la razón con argumentos de peso. Las conversaciones que he tenido con los agentes de Medio Ambiente y del Seprona en ese sentido me han dado la razón, pero ellos no dictan las leyes. Si no se permite la quema de rastrojos, parte de los campos quedará abandonada en breve por la falta de rentabilidad económica y eso sí será un riesgo serio de que suframos más incendios por abandono de cultivos y del medio rural.
De igual modo, una prohibición de este tipo traerá consigo un encarecimiento del precio de las producciones que se trasladará a la cadena alimentaria y que sufrirá directamente el consumidor en su bolsillo, aparte de las enfermedades que ya generan las ingentes cantidades de productos fitosanitarios.