Aviones surcando el cielo, dejando una huella deleble de vapor de hielo. A diez mil metros de la altura, el mundo se encoge tanto que parece una maqueta. Las personas son puntitos que, como insectos, se mueven apresurados en el trajín de colonia. El cielo está ahí, pero sin ángeles, sin coros de querubines. La atmósfera sólo es gas adherido a la corteza de la Tierra. Es la frontera con la oscuridad espacial, transitada por máquinas, ondas electromagnéticas y aves migratorias volando en V, recordando victorias, deberían volar en D, previendo derrotas.
Podría parecer inofensivo por ser transparente, pero en el aire se oculta un asesino, un veneno, un gas tóxico que hace que se nos cuartee la vida, pero sin el cual nada subsiste. El oxígeno nos hace vivir y morir al mismo tiempo. Estamos para dejar de ser. Somos llamas deslumbrantes ardiendo sin futuro, con la fecha de caducidad oculta en algún sitio. “Memento mori” (recuerda que eres mortal) le susurraba al oído un esclavo a César en su entrada triunfal en Roma tras conquistar la Galia.
La vida es perecedera y hermosa, efímera y brutal, todo en un frágil paquete que puede desaparecer en un instante. “Todos son bienes fortunos y de muy poca memoria, salvo la fama y la gloria” decía Juan del Encina, pero no aclaraba qué es eso de la gloria, ni qué es la fama y si se le parece en algo al prestigio. No es lo mismo ser una celebridad que ser tristemente célebre. Ahora que todo es una feria, miles de charlatanes buscan en el ciberespacio la visibilidad de lo que debiera ser invisible por estúpido, tosco y bruto, por malintencionado y de mal gusto. En lugar de eso, los mediocres con aspiraciones de pavo real alardean de necedad, pero su vuelo es muy corto. La estupidez desacomplejada triunfa no porque la gente sea tan estúpida como parece, sino porque es aún más estúpida de lo que parece.
Abajo, el aire es denso, no corre el viento, no limpia las calles, tampoco limpia las mentes llenas de serrín de carcoma. Pero arriba el cielo azulea de invierno, cualquier gorrión lo sabe. También conoce su “memento mori”, él, un dinosaurio en miniatura especialista en sobrevivir al hormigón. El inofensivo y extinguible pajarillo saltarín sabe que algo no va bien, aunque también sabe que nunca ha ido bien para los espíritus libres. Volar alto le aleja de lo humano y sus poluciones.
En las alturas desaparecen los ecos que ahogan las voces y no dejan espacio al silencio, que no dejan escuchar música celestial, ni soñar con nubes. Eso no lo sabe el turista noventa y tres millones, novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve, que este año ha batido el récord de españoleo activo. No tiene claro si está volando sobre la Costa del Sol o el desierto de Tabernas. Las alturas también son un bien de consumo.
Este cielo cargado de oxígeno es mi cielo, aunque no me pertenece. Tampoco a los cazabombarderos de la OTAN que escriben en el firmamento supuestos mensajes encriptados con forma de interrogante. Ni a los drones que persiguen narcotraficantes. Ni a los vuelos baratos llenos de guiris de bajo costo ¿Me pone otro gin-tonic, por favor? Estos cielos de anticiclón no son efervescentes, ni llevan rodajitas de limón. Estos aires pesan demasiado y ahogan las miserias contra el suelo, comprimiendo los malos humores para que no vaguen por el espacio contaminando el universo. De niño imaginaba animales exóticos en el cielo, formas caprichosas, escritas por mí con algodón de azúcar para que se las llevase el viento y que migrasen, de país en país, para que otros niños pudieran agregarles más y más nubes, más dibujos infantiles. Las suponía volando hacia Asia para volver por África hacia América, llevando mi mensaje secreto.
Mirando al cielo infinito, quiero sentirme como un gorrión, liberado de ruido y humo, a salvo en las alturas. No necesito a nadie que me recuerde que soy mortal, sé que de mí no quedará gloria ni fama alguna cuando llegue el momento. Tal vez deje una hipoteca pagada, una pensión a medio cobrar, una vida a medio vivir, muchas fotos sin hacer, muchos textos por escribir, muchas charlas por acabar, muchos libros sin leer, muchas películas sin final, mucha música sin sentir, muchos vinos sin catar, muchos chistes sin reír, muchos besos sin dar.
Yo no hago camino al andar, tampoco dejo estelas, sobrevivo en el aire que otros respiraron antes. Soy un minúsculo eslabón, una piedrecita de río en un “empedrao granaino”. Soy como canta Pink Floyd, “another brick in the wall”. Otro ladrillo en el muro, que no quiere ser la Piedra Rosseta. Mi vida se diluirá en el tiempo sin dejar rastro, como un azucarillo en aguardiente. Pero sigo alucinado con el cielo azulado y sus caminos espumosos, como cuando era un crío.