Hay lugares de paso, de estancia breve como las viejas pensiones de la Calle Arenal de Madrid, en la que yo pasaba una o dos noches. Sólo había dos razones para que siempre me alojase en el hostal Alicante o en el Valencia, eran baratos y estaban en el centro. Eran pisos enormes con el suelo de madera y todo. El mobiliario, las cortinas, las colchas de las camas, parecían sacadas de “La Colmena” de Cela. El tiempo se había detenido en la postguerra y no estaba dispuesto a avanzar.
He conocido muchos lugares de paso fríos, impersonales y decadentes. Vacías estaciones de autobús de pueblo y atestadas de tren, en las que nunca se puede perder de vista la maleta. Estaciones de metro en hora punta, en las que uno se reconoce miembro del rebaño. Terminales de aeropuerto en los que la palabra “delayed” es negra y peluda. Salas de espera de hospitales en los que por mala que sea la noticia, siempre hay otra peor. Todos esos lugares tienen en común una cosa, se acaban pronto y nos olvidamos hasta la próxima ocasión.
Pero hay lugares también detenidos en el tiempo, que no son de paso para muchos. Al contrario, son como las nasas de los cangrejeros, se entra pero no se sale. He conocido lugares así, callejones sin salida, culos de saco en los que acaban varados los más inconformistas. Uno de esos lugares es la ciudad de Nuadibú, en Mauritania. Está situada muy cerca de la frontera con el Sahara Occidental, ese territorio que mal descolonizó España e invadió Marruecos hace mucho tiempo al amparo del amigo americano.
Si se tiene la piel “rosita” no hay problema, basta con sacar el pasaporte y los desaliñados policías dejan que uno se monte en el avión. Antes solicitan ser untados, (“donne moi un cadeau”) convencidos de que todos los blancos somos ricos; ignoran el significado de palabras como hipoteca. Para el resto de africanos, los de la piel más oscura que la suya, venidos del África subsahariana, no hay soborno que valga, tampoco podrían pagarlo. Hacia el norte, la frontera está minada. Hacia el este, el desierto se extiende hasta el Mar Rojo. Hacia el sur está el pasado del que huyeron. La única salida es hacia el oeste, montando en un cayuco. Las Islas Canarias son las puertas del cielo.
Esta ciudad mauritana, sin parques ni jardines, sin pistas deportivas, sin partidas de dominó en el hogar del jubilado, sin peñas deportivas, es como un pueblo minero en la California del siglo XIX, pero con las minas de oro en otro continente. No hay infraestructura para tanto soñador, tanto emprendedor de vidas nuevas, tanto currito de la esperanza, tanta mujer valiente y desesperada. Cada sequía, cada catástrofe, es el germen de un nuevo barrio de chabolas en el que se apiñan familias enteras expulsadas por la temperie, las guerras, la injusticia, la ambición depredadora de unos pocos blancos, mulatos y negros.
Nuadibú es una ciudad de paso y una trampa si no se consigue reunir los cuartos suficientes para jugarse la vida con rumbo al norte. De no ser así, el viaje habrá concluido. Nuadibú será la estación término. Siempre serán extranjeros indocumentados, ciudadanos de segunda, más o menos lo mismo que en Europa, pero en uno de los países más pobres del mundo. Sólo los que tienen suerte, los fuertes, los temerarios e ingenuos, los mal informados, se hacen a la mar. Muchos no regresarán nunca a ninguna parte.
Un niño, por poco tiempo un niño, mira mi cámara con la dignidad del que se sabe tan pobre como honrado, pero con ojos cargados de tristeza. Su pena ya existía mucho antes de que él llegase al mundo, es un niño yuntero sin yunta, un escolar sin escuela, un crío sin risa. Su universo se llama Bagdad, un barrio de aluvión hecho de cartón corrugado, plástico y chapa. Sus únicas certezas son su familia, en la que ya no hay hombres, y el presente, no hay restos del pasado, el futuro no existe. En el mundo hay muchas personas que solo conocen esa vida, la del desarraigo y el exilio de una tierra en la que nunca han estado porque ya nacieron expatriados. No existen los refugiados, no son personas, son números perdidos en la estadística de los metadatos que sirven para comprobar lo mal que está el mundo, pero sobre todo para constatar lo bien que vivimos aquí.
Las patrias, los imperios, los pueblos elegidos, las religiones y los megalómanos, fabrican niños y niñas tristes cada día. Ellos y los olvidadizos que consumimos las noticias como si fuesen la moda de esta temporada, zapeando entre bombardeos como si todo formase parte de un videojuego. Nadie habla de las guerras olvidadas, de los conflictos extraviados, de las hambres invisibles. Pero el niño de mi foto es real, o al menos lo era, hace muchos años de este instante ¿Qué habrá sido de él? Sé que no era un número.