Hay un 99,99 por ciento de posibilidades de que los restos aparecidos en el cementerio de Cañada Rosal sean de las niñas del Aguaúcho. Todo se revuelve en mi estómago ante esta noticia, mi imaginación corre hacía una noche oscura. El terror debió de atenazar a aquellas mujeres, no entendían nada. Ni el llanto ni las súplicas las iban a salvar, lo sabían porque habían visto en los ojos de los verdugos la maldad, esa maldad que no creían que existiera, pero la tenían delante. Los machos salvajes y fascistas las miraban como a presas que les pertenecían, que habían cazado en medio de la noche y las iban a gozar, desnaturalizándolas, deshumanizándolas. Ellas habían dejado de ser humanas para ellos, solo eran hembras que no merecían vivir si no era para satisfacer el sexo de hombres fuertes, sin piedad, como deben ser los verdaderos hombres.

Aún recuerdo cuando, siendo una niña, mi madre, que pertenecía a una familia “de orden”, del régimen, nos contaba como si de un cuento de terror y horror se tratase, lo sucedido a unas “mocitas del pueblo, que fueron asesinadas después de haber abusado de ellas”. Como madre y como mujer no podía dejarnos crecer sin enseñarnos, advertimos, el peligro que por el hecho de ser mujer llevamos con nosotras. Los hombres que violaron y asesinaron a las niñas del Aguaúcho se sintieron dueños del poder que la fuerza bruta y las armas les daban.

Mi madre decía: “Yo hubiese cogido una pistola y antes de que os llevaran dejaría algunos muertos, aunque entre ellos estuviera yo”. No puedo recordar si fueron así sus palabras, pero de lo que estoy segura es del sentimiento de rebeldía que ya nacía en mí ante esas palabras, ante esos sentimientos. La fuerza y la violencia no iban a poder quitarnos la dignidad. Las mujeres somos las que creamos la vida, por eso amamos la vida y la defendemos.

Pienso en estos momentos en las victimas del Aguaúcho, en todas las víctimas del mundo, las pasadas y las presentes, y mis manos tiemblan al golpear el teclado, al pensar cómo a lo largo de la historia ser mujer es un riesgo añadido ante la sinrazón de la guerra, de la violencia cotidiana sufrida en silencio. Siento miedo ante la ola que nos arrastra para atrás, envolviéndonos en falsas libertades porque esa ola amenaza con ahogarnos a las mujeres en el oscurantismo, la obediencia al hombre falsamente protector que solo ve en nosotras una forma de obtener una fiel sirvienta para todo.