Qué decir, todo o casi todo está dicho. Errejón nos ha traicionado, es un machista, un maltratador psicológico y, al parecer, un abusador sexual valiéndose de su poder. Además, es un cobarde que se ampara en un lenguaje manipulador y envolvente. No voy a repetir otra vez el daño causado, el estado de tristeza y rabia en que nos ha dejado, pero sí voy a escribir sobre la reflexión que me ha estado dado vueltas este fin de semana después de conocer la noticia.
Aunque mi paso por la política institucional fue de bajos vuelos, sí alcancé a ver cómo el poder cambia a las personas. Y si es hombre, sea de la ideología que sea, su machismo se agranda. Ellos se creen más sabios, más “sé lo que hay que hacer”. El silencio en un arma con la que cuentan. Es mentira que las mujeres seamos culpables de callar, de provocar. Sabemos que si contamos no vamos a ser creídas incluso nos lo dicen: “¿a quién van a creer?” Ahí tenemos el caso de Nevenca, ¡¡¡Cuántas Nevencas hay!!! Son ellos con su poder los que incitan, hacen comentarios machistas que todos ríen. Recuerdo cuando hace muchos años escuché a un compañero del que entonces era mi partido decir que cómo iban a ser las mujeres igual que los hombres. Pasado el tiempo, cambió su criterio, faltaría más.
Siempre las mujeres hemos sido cuestionadas. Yo confieso que me he sorprendido pensando alguna vez “¿qué hacía ella allí, por qué no se fue?” para luego entender el miedo, la paralización que esa victima estaría sintiendo en su cuerpo y en su mente. Miedos y paralización que un hombre puede sentir, no entender. No, no pueden porque ellos, los hombres, han sido educados para ser los amos, los que juzgan y nosotras las mujeres las que aceptamos ese juicio, lo hacemos nuestros para sobrevivir. en una sociedad patriarcal.
No ha cambiado mucho la forma en que cuando era apenas una adolescente, casi niña, los jóvenes “nos corrían” y teníamos que correr más que ellos, llegar sin aliento a un lugar seguro sin que nadie te protegiera. Dirán algunos que era un juego donde las dos partes participaban. No, no. Recuerdo más de un domingo tenerme que volver corriendo hasta mi casa desde la Alameda. No era divertido. Como tampoco eran divertidas las miradas que algunos hombres maduros nos dirigían, más de una amiga me cuenta cómo se sentía acosada, aunque en esos momentos esa palabra fuera desconocida para nosotras, pero no el sentimiento de sentirse objeto.
En el fondo de todo esto está la idea, la creencia, de que las mujeres no tenemos los mismos derechos que los hombres. Ellos pueden ir y venir sin importar la hora ni la compañía. Nosotras necesitamos el permiso del hombre, del macho para ir o estar en ciertos sitios. Todo esto iba, va, calando en nuestra educación sentimental, impregnada de preparación para el cuidado y la obediencia para no romper ciertos mandatos sutiles que se presentan como naturales y amor romántico que nos hacía creer, nos hace, que íbamos, vamos, a ser las princesas del cuento aunque fuéramos, seamos, ninguneadas en el mejor de los casos por padre, hermanos, parejas…
Ahora no nos corren por las calles porque nos han dicho que hay que ser libres, pero cuidado, libres hasta el límite que nos marcan, porque si no lo hacemos, somos nosotras las culpables.
Sé que lo que estoy diciendo para algunas y sobre todo para algunos es una execración, algo que solo ha existido en mi mente. La estructura patriarcal de la sociedad nos ha hecho luz de gas. Hace milenios que esa misma estructura puso sus cimientos muy bien sujetos para no tambalear el edificio ante vendavales como el feminismo que ha llegado para quedarse, digan lo que digan hombres y mujeres que añoran una vida fácil, donde se acepta la vida “como dios manda” que, además “mire usted, es masculino”. “Que siempre ha sido así y siempre lo será”. Cuestionar lo establecido es difícil, incluso a veces arriesgado. Ser feminista, a veces, significa ser aguafiestas. Lo seguiremos siendo mientras vivamos en una sociedad patriarcal.