Cuando era niño iba al cine todos los domingos. Así recargaba las baterías de mi imaginación infantil. A mi barrio llegaban películas de reestreno después de haber triunfado en el centro de la ciudad. Una tarde, las carteleras del cine Apolo anunciaban “La Guerra de Las Galaxias”, (hace tantos años de esto, que aún no se llamaba “Stars War” ni pertenecía a ninguna saga). Flipé con un futuro espacial, en el que había personajes extraños que me sorprendieron mucho. Un hombrecillo metálico, parlanchín y cursi, dominaba “más de seis millones de formas de comunicación”. Otro, una especie de buzón de correos con ruedas, emitía divertidos pitidos. En realidad era una navaja suiza electrónica porque solucionaba todos los problemas.
Estos simpáticos androides hacían las delicias de niños como yo. Cuarenta y cinco años después, los robots ya no pertenecen a la ciencia ficción. Ahora son reales y están a punto de protagonizar la próxima revolución industrial. Empezaron haciendo trabajos peligrosos. Era preferible arriesgar la integridad de un aparato carísimo antes que una vida humana. Más tarde, la velocidad y precisión, la ausencia de distracciones, no tener derecho a la huelga y no cobrar nada por su trabajo han hecho que se fuesen incorporando a la industria con gran éxito.
Canta el muy castizo Don Hilarión, en “La Verbena de La Paloma”, aquello de “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”. Tanto, que lo del coche sin conductor, los aviones no tripulados, las cadenas de montaje que se lo montan solas, los algoritmos que sustituyen a los funcionarios o los aspiradores que te limpian la casa a ritmo de rumba, no es cosa de Hollywood. El futuro es ahora, y será más ahora que nunca dentro de muy poco. Hay en todo esto un reverso tenebroso, como en el lado chungo de “La fuerza” que practicaba Dark Vader, el malvado personaje que era más máquina que persona.
¿Qué pasará cuando un artefacto robótico y altivo sustituya a una cuadrilla de aceituneros o una presentadora virtual nos diga el tiempo que va a hacer en Marchena o detecten úlceras de estómago y las operen en un periquete?
Será absurdo en pos de la competitividad contratar a trabajadores, con o sin cualificación, sujetos a locas pasiones, que se deprimen tras divorciarse, que se constipan, o que se enfadan con “Lampiño” porque ya no mete goles. Las empresas no querrán curritos, con sus comités de empresa, sus jornadas de ocho horas y sus vacaciones pagadas. Será mejor disponer de mano de obra sintética. Los robots son dóciles, eficientes y obedientes. No rechistan los “replicantes”. No se puede luchar contra el progreso, es estúpido. Es como estar en contra de la llegada de la primavera o intentar no enterarse de cómo va la liga de fútbol. Los inventos no son malos ni buenos en sí, todo depende de para qué los usemos. Intentemos abrir una botella de vino con un abrelatas y nos daremos cuenta.
Dentro de poco no habrá trabajo para nadie que no tenga el pecho de lata. A este paso, estos vientos electromecánicos, que empezaron como una suave brisa, se transformarán en la tormenta perfecta que, en lugar de facilitarnos la vida como hasta ahora, acabarán con el estado del bienestar. Dejaremos de ser consumidores. Mal asunto para la sociedad de consumo, de la que depende la economía actual. Si ese nuevo orden maquinista se consolida, sólo quedará en pie una élite forrada, unos cuantos tetra millonarios, de crucero en sus yates espaciales o jugando al golf en la luna. Ya me imagino a más de uno sacando a pasear a sus ciber-perros, recogiendo sus caquitas metálicas, por urbanizaciones pijas, protegidas por gruesos muros, defendidos por androides de combate.
Tendrá que haber cambios en profundidad o la tierra sí se parecerá a una peli de ciencia ficción. Una realidad distópica, poblada de personas sin oficio ni beneficio y sin un duro del primer mundo, llenos de odio contra los desposeídos, sin esperanza del tercer mundo. Aunque quizá ya no existan ni primero, ni segundo, ni tercer mundo. Para entonces es posible que sólo quede un cuarto mundo comido por las pulgas. La historia nos cuenta que las situaciones de tremenda desigualdad nunca acaban bien. Hay muchos ejemplos. En serio ¿no sospechaba Luis XVI al admirarse en los espejos de Versalles o Nicolás II, obnubilado con las estupideces de Rasputín, la que se les venía encima?
Esa ensoñación de futuro, con más o menos matices, que podrían llegar a conocer las criaturas que ahora se entusiasman con Pepa Pig o mordisqueando un chupete, sí que me da miedo. Mucho más del que me daba Dark Vader y toda la flota imperial de la galaxia junta.