Fuentes era Nueva York y al mismo tiempo Las Vegas. Si la semana pasada decíamos que Fuentes, con su silo, estaba a la altura de las grandes capitales del mundo, en la calle Mayor tenía su casino de los señoritos que, si no era como los de Las Vegas, al menos generaba pasiones similares. Casino sin blackjack, pero con espectaculares partidas de “el monte”, un juego consistente en ganar las apuestas hechas para acertar el palo o el valor de la carta que descubrir. No giraba la ruleta en el casino de los señoritos, pero sí las cabezas por el vértigo de las apuestas depositadas en la baraja de “el monte”.
Cuenta la leyenda que hubo quien se jugó todo su patrimonio y hasta la mujer en una noche de farra. Cuentan que hubo quien tuvo que ser sacado del casino a rastras por los hijos cuando estaba a punto de verse en la ruina atrapado por el espejismo de la promesa de una buena carta, la definitiva. Cuentan que hubo quienes se arruinaron, aunque también quienes amasaron una fortuna. Cuentan y no paran de contar, aunque del dicho al hecho… Lo cierto es que la ruina de muchos señoritos no vino del mundo de las cartas, sino por vivir a cuerpo de rey.
Lo cierto y verdad es que el casino de los señoritos era uno de los establecimientos de más alcurnia de Fuentes hasta tiempos que llegaron poco más acá de los años ochenta. Local ubicado en la vía de más solera del pueblo, la calle Mayor, vieja ruta de la lana entre Sevilla, Carmona y Écija, avenida elegida por los sonoros apellidos fontaniegos para construir las mejores casas de Fuentes en las que transitar por este valle de lágrimas, que bajo un suntuoso techo son menos, y cuando se terciaba, echar unas partidas de cartas al calor de la copa de picón que el conserje encendía en las tardes de invierno.
Tenía dicho casino bastantes socios, entre los que destacaba Ignacio Conde, acostumbrado en verano a sentarse en la puerta para ver llegar a los Escalera (José María, Javier, el niño Escalera…) a Jaime y Pepe Conde, a Emilio Conde, a José María Conde, a Antonio Peñaranda, a Hermógenes, al fiel Juan Alejandre… Agricultores y gente de pro de Fuentes de toda la vida y de toda fortuna. Gente de orden. Las gentes jornaleras existían, pero eran habitantes de otra galaxia que, no teniendo expresamente prohibido el acceso al lugar, jamás se les habría ocurrido la osadía de aterrizar por aquellos lares.
Era el Fuentes de la época una sociedad jerarquizada en la que cada vecino sabía cuáles eran sus barreras sin necesidad de que nadie se las recordara a cada paso. Las reglas eran invisibles, pero palpables mucho más allá de la cuota que cada socio debía pagar para formar parte del exclusivo club del casino de la calle Mayor, General Armero para más seña y aclaración a hipotéticos despistados. Ni siquiera en el caso improbable de que un jornalero hubiese tenido dinero para abonar la cuota, habría cruzado el zaguán de tan distinguido lugar.
Como todo casino de la época que se preciara, el de Fuentes tenía su tertulia, además de salón de juego. La tertulia se formaba invariablemente en la sala situada a la izquierda, según se entraba, con los recurrentes asuntos de las cosechas y los precios de las tierras. La sala estaba decorada con cabezas de venado, muy del gusto de los cazadores de la época. También se hablaba de caza y de política, aunque cada vez menos, y en el aire del casino siempre flotó la duda de cómo era posible que don Cristóbal, el farmacéutico de la calle las Flores, siendo un hombre recto y de derechas, tuviera un mancebo comunista. Aquel misterio nunca tuvo respuesta. Cosas de Fuentes, decían algunos.
Cosas de Fuentes era que entre los servicios del casino existiera la asesoría de un “patriarca”, figura más propia de las familias gitanas, encargado de aconsejar a los socios sobre los precios de compra y venta de tierras. Por aquellos años era el patriarca un caballero llamado Leonardo Iznar, hombre de excelente vista comercial, afable, manco y cabeza rala que ofrecía sus servicios de correduría en todos los pueblos de la redonda. Eran años de bonanza en las cosechas, tiempos propicios para jugarse la producción y hasta la tierra a la mejor carta.
Había mucha tensión en la sala de juego del casino, situada a la derecha. Un corredor que conducía al corral y a la repostería, a la izquierda, regentada entonces por Diego Escobar, el “Pelao” y Ramón Rodríguez. Cuenta la leyenda que el mejor jugador de cartas era un tipo apodado Jerrerilla, un auténtico cerebro. Sabía dosificarse a lo largo de toda la noche. Llegado el momento, paraba, dormía un rato y, una vez despejado, volvía a la partida. Un fenómeno. A Fuentes venían jugadores de pueblos limítrofes atraídos por la envergadura de las fortunas en juego y por la calidad de los jugadores. Vamos, que Fuentes era Las Vegas de la Campiña.
Había agricultores que vendían la cosecha en septiembre y llegaban a enero sin un duro en los bolsillos por culpa de las cartas del casino. También hubo algún que otro jornalero que después de haber ascendido en la escala social por la vía de la emigración alemana, perdió los ahorros en partidas a las cartas. Fuentes ha sido siempre de poner etiquetas y nombrar por las bravas a las cosas y las personas. El rico era rico, el pobre, pobre, el de derechas era de derechas y el comunista, comunista. Y no hay más cera que la que arde. Definitivamente, la etiqueta nunca escrita decía que el casino, aunque fuese de los señoritos arruinaos, no era para gente obrera.