Con la elegancia de una chiquilla que aún se cree el centro de las miradas, ella mueve su abanico repartiendo frescura a su alrededor. En la calma del silencio, bebe la fragancia de los cuajados jazmines, huele la luminosidad de las paredes encaladas, se serena con el goteo del agua y siente el color de los geranios que desbordan las macetas colgadas.
En esos rincones estaba la huella de la vida entera. En la misma mecedora donde insistente se abanica y en el mismo rincón, trozo de paraíso, donde descansa, ahora recordaba la viva imagen de su madre y de su abuela.
Ella había decorado aquel espacio con todos los detalles, como si fuese su manera de entender la existencia. Siempre había escuchado que en un patio se arregla y se desarregla el mundo, se susurra o se debate, se saborea lo que se tiene y se calma lo que duele, pero sobre todo se vive. Aunque a veces, pensaba ella ahora, también se muere.
Con el esmero de los años procuró convertir aquello en un lugar de coloridos y poesías, de musas e inspiración, de soledades y encuentros, como si el poeta y el pintor se hubiesen sentado a hablar largamente, a la fresca de la sombra de los naranjos y los limoneros.
Sin embargo aquellas calores y desapetencias que la acechaban desde hacía algún tiempo, la pérdida de entusiasmo por nuevas metas, el recuerdo de aquel hermoso y productivo huerto ahora convertido en tierra casi baldía y casi yerma, la repentina sequedad, la sensibilidad y la congoja, las ganas de llorar… la balanceaban en un vaivén de emociones y de extraña mezcla sensorial.
Unas plantas, un pozo blanco, unos perfumes, un rincón… todo sincronizado con la sombra que va girando con el sol, hasta ocupar el espacio exacto a la caída de la tarde; hasta provocar la conversación consigo misma, lenta, intensa, tras el afán de ruidos de la mañana incesante; hasta percibir la delicadeza y la eficacia con la que se baldea el suelo de ladrillos viejos a la hora justa para refrescarse.
“¿Qué me ocurre? ¿dónde se apagó, por qué ensordeció la chispa de la vida? ¿tan efímero es todo? ¿quién soy yo? Cuéntamelo, cuéntamelo…” –a la seducción inmensa de aquel patio, igualmente fugaz, con la voz entrecortada susurró.
Son esos momentos nutridos de pellizcos y de cambios de humor, en los que sus palabras reflejaban el misterioso lenguaje de los sueños perdidos, el descenso del camino, la impotencia de saber desaprovechados aquellos deseos siempre latentes, siempre tan escondidos.
A menudo había pensado que todo lo mejor vendría con los cambios de una generosa madurez, que le regalaría un cuerpo más vivo que nunca, encerado de secuelas y vivencias, y un pecho rebosante de sensatez. Pero con esos despeines en la suavidad de sus cabellos, los sudores que recorrían su cuerpo, las primeras arrugas asomando patitas ante el espejo y los ánimos por los suelos, ahora sentía un poco de miedo. Miedo a cerrar las puertas que dejaba atrás, porque hacía mucho tiempo que había aprendido a manejarlas, a abrir ventanas y a cerrar. Miedo al frío de las fronteras, a los sofocos de esta extraña edad. Miedo porque ahora sentía que su cuerpo, que apenas unos meses sangraba savia y primavera, era un riachuelo sin apenas agua fresca, y con arbustos marchitos por sus riberas.
Y en aquel trocito de paraíso verde, en mitad de un patio colorido, habiendo superado apenas el medio siglo, ella lloraba a solas, sudando y temblando, mientras la mecedora, adelante, atrás, emitía chasquidos, mientras distraída abría y cerraba su abanico. “Tápame con tu velo de aire, abanico mío, que yo me abraso ahora, y luego me muero de frío”.
En aquel vergel mixto, herencia del atrio de las casas romanas y de las huertas musulmanas, entre tinajas rebosantes de agua y pensamientos que divagan, una mujer madura sumaba y restaba, hacía la cuenta de la vieja con su destino, con delirantes y contradictorios sentidos.
“Di lo que sientes o esos silencios, durante toda la vida, te harán ruido”. “No puedes gastar todo tu tiempo en esperar a que llegue la felicidad”… Y allí, ahora, ella recuerda, sobre el vaivén de la vieja mecedora, las palabras sabias de su madre y su abuela.
Mujer madura…
Mujer madura.... aunque creas que el tren dormita en una vía muerta y que los años han volado sin darte cuenta, siempre habrá un penúltimo destino adonde regalarse un plácido baño, hermosamente desnuda, a la luz de las estrellas.
Y aunque a veces tomes las sábanas de la cama y envuelvas tu cuerpo con ellas, mires a tu alrededor y desees huir de puntillas, recuerda que siempre habrá rincones de tu piel que rebosen llama viva, y otras alcobas que te suspiran.
Y aunque, mujer madura, seas más hipocondríaca que nunca, y creas que te hundes con las prisas de un corrimiento de tierra, piensa que también es el momento de ajustar cuentas y es sano suturar heridas por mucho que te escuezan.
Y aunque creas que la menopausia te hace menos mujer y más vieja, menos atractiva y más fea, piensa lo sublime, lo hechicera, lo seductora que ha estado y sigue estando la vieja y hundida Venecia.