Habla más que un sacamuelas. Quién no ha oído esto alguna vez refiriéndose a alguien que hace gala de una abundante verborrea. Es cierto que la labor del dentista, antiguos sacamuelas, requería de mucho palique con objeto de atenuar el nerviosismo y tener entretenido al paciente mientras hacía los preparativos para la extracción de alguna pieza dental, cosa nunca agradable. Pero nuestro hombre no era dentista, era un charlatán de feria y, eso sí, hablaba más que un sacamuelas.  

Era el segundo día de Feria de un año que bien pudo ser el 57. Sobre las once de la mañana, el sujeto en cuestión, armado de una maleta de regular tamaño y una especie de taburete o mesita plegable, hizo su aparición en el real de la Feria y al parecerle que había allí muy poco público para ejercitar su negocio, me preguntó:

-Chaval, ¿dónde está la gente?

-En este momento están todos en el tiro pichón, le contesté

-Y ¿dónde lo hacen eso del tiro pichón.

-En la era Rabiando.

-¿Puedes llevarme hasta allí?

-Claro, le dije yo.

Echamos a andar campo través por el terreno que había detrás de la caseta de los señoritos, que en aquel momento era un rastrojo y lleno de espinos. Se ve que el individuo no estaba hecho a andar por estos sitios y en cuanto empezó a notar pinchazos y a entrarle tierra en los zapatos me dijo:

-Muchacho, no se puede ir por otro camino.

-Ya no falta mucho, está aquí al lao, mire ya se ve allí la gente y se oyen los tiros.

-Lo veo y lo oigo. Ten, y gracias chaval.

Me regaló un bolígrafo. Intrigadísimo por lo que aquel fulano tuviera intención de hacer, me quedé observándolo desde una cierta distancia. Se situó a unos metros de la carretera de la Barrosa, más o menos en un punto por el que calculó que pasaría toda aquella multitud congregada en el tiro pichón, cuando este acabara, para volver al real de la feria, con el objeto de interceptarles el paso.

Desplegó la mesa que llevaba y la asentó bien sobre el suelo, ya que tenía la intención de servirse de ella a modo de púlpito. Abrió la maleta dejando a la vista un montón de pacotilla, peines, bolígrafos, plumas estilográficas, llaveros, pitilleras, mecheros de yesca, ungüentos para callos y juanetes, medallitas de la Virgen del Carmen, rosarios bendecidos por el Papa que alejaban a los siete demonios de la Magdalena y un montón de cosas más y la puso abierta encima de la mesita. Después se sentó a esperar.

Sonaron los últimos tiros, cayeron las últimas palomas, el jurado entregó las respectivas copas y trofeos a los de siempre, Jerrerilla y compañía y la multitud, comentando la jugada, empezó a volver hacia el real de la Feria. Allí, a unos pasos, estaba el charlatán subido sobre la mesita que les cortó el paso y con voz de trueno los increpó:

-¡Alto ahí! ¿adónde vais, seguro que a tirar vuestros dineros en bebida u otras diversiones insustanciales? Venid todos aquí y escuchadme y podréis tener por muy poco dinero, algunos de balde, unos artículos de primera calidad que os serán más útiles que tomaros una cerveza o subir en una de esas infernales atracciones. ¡Eso es tirar el dinero!

Pronto tuvo una verdadera multitud congregada alrededor de la mesita. Después, empezó a coger uno por uno los diferentes artículos que llevaba en la maleta y a cantar las excelencias de los mismos: el bolígrafo que escribía solo, sin faltas de ortografía y no se le acababa nunca la tinta, el peine al que no se le rompían nunca las púas y sacaba piojos y liendres, el mechero que nunca fallaba y jamás se le acababa la piedra y así sucesivamente hasta que consideró que tenía a aquella multitud realmente interesada. Entonces cogió un lote de dos artículos de los más sencillos y dijo en voz alta:

-A ver ¿quién me regala seis pesetas?

-¡Yo, saltó uno, seguramente el gancho.

-Pues muy bien, yo le devuelvo sus seis pesetas y un lote compuesto de un bolígrafo y un peine.

Enseguida se levantó un montón de manos con otras tantas seis pesetas. A todos preguntaba:
-¿Usted me las regala?

-Sí, contestaba el interpelado.

-Seguro que me las regala?

-Si, volvía a contestar.

-Pues bien, yo se las devuelvo y además le regalo un lote de bolígrafo y peine.

Hasta el tercero les devolvía la seis pesetas y el bolígrafo y el peine, pero a partir del tercero a unos se las devolvía, pero a otros se limitaba a preguntarle usted me regala las seis pesetas, sí, seguro, sí, pues yo me las quedo y no les daba nada a cambio. A otros les decía, pues bien, yo a cambio de sus seis pesetas le doy el bolígrafo que escribe solo y el peine que saca las liendres.

Aplicaba el principio de incertidumbre. Si tengo suerte, me devuelve las seis pesetas y el lote, si tengo menos suerte se queda las seis pesetas y me da el lote y si no tengo suerte se queda las seis pesetas y no me da nada. Cuando el respetable entendió el juego, el fulano ya había colocado a seis pesetas un montón de lotes de peine y bolígrafo que seguramente no le habían costado más de dos pesetas y se había quedado por la cara con las seis pesetas de otros cuantos. El negocio funcionaba. Después hizo un lote de artículos que consideraba de más categoría y subió la apuesta:

-A ver, ¿quién me regala cinco duros?

Viendo cómo había ido la primera vez, la gente se mataba por ser los primeros en ofrecerle los cinco duros. La jugada se repitió y el charlatán volvió a colocar por cinco duros un montón de lotes, compuestos esta vez por mechero de yesca, ungüento para los callos y bolígrafo que seguro que, a él, no le había costado más de un duro y a quedarse con los cinco duros de otro montón de incautos. Pero los ánimos se estaban recalentando y los que se consideraban timados comenzaban a armar barullo. Viendo que no podría explotar mucho mas el asunto, hizo lo que consideraba el lote estrella, compuesto de una pluma estilográfica, la medallita de la Virgen del Carmen, el rosario bendecido por el Santo Padre y el ungüento infalible para los callos y preguntó al respetable-
-A ver, ¿quién me regala veinte duros?

Veinte duros era mucho dinero en aquellos tiempos y nadie se decidía, pero al final un tal Gabriel, que iba más bebido de la cuenta, levantó la mano con los veinte duros y dijo ¡yo!. El charlatán agarró el billete y le preguntó por tres veces al Gabriel:

-¿Usted me regala los veinte duros?
-Sí, contestaba en voz alta el interpelado.

-Con todas estas personas por testigos, ¿seguro que usted me regala los veinte duros?

-Sí, volvió a contestar el Gabriel.

-¿Está usted seguro?, volvió a preguntar el fulano.

-Segurísimo, contestó el Gabriel.

-Pues bien, yo me los quedo, dijo el charlatán metiéndose los veinte duros en el bolsillo de la chaqueta.

El Gabriel empezó a llamarle ladrón, devuélveme mis veinte duros. Pronto un coro de voces se unió a la del Gabriel, ladrón, ladrón devuélvenos el dinero. El sacamuelas, viendo la cosa malparada, cerró la maleta de golpe, plegó la mesita y cogió por la carretera de la Barrosa abajo, camino de la estación, seguido de alguna piedra que voló sobre su cabeza. Otro que tardaría en volver por Fuentes.