Con el Santo Entierro se acababan las procesiones. Después venía el sábado de gloria y era costumbre en el pueblo que, aquel que tenía, llevara a pasear un borreguito o un chivito por la montaña y en esta actividad pasaban la mañana. Yo, como no tenía borreguito ni chivito que llevar a pasear por la montaña, aquella mañana, después del desayuno, salí de casa sin ningún propósito determinado. Por algún azar del destino, en vez de tirar postigo abajo, como tenía por costumbre, tiré hacia la calle Cruz Verde.  A la altura del zambullo del Manchego me encontré con Antonio y Juanito.

Iban recorriendo la calle cual penitentes, aquí me arrodillo aquí me levanto, enfrascados en una actividad que al principio no acerté a adivinar de qué se trataba hasta que me acerqué y me lo explicaron. Iban arrancando con un clavo la cera que había caído de los cirios de las procesiones y echándola en una lata que llevaban al efecto. Les pregunté qué hacéis y me contestaron, vamos recogiendo la cera que hay por el suelo y luego haremos velas y se las venderemos a las vecinas pa cuando se va la lu. Si quieres participar tenemos un clavo y una lata de sobra. ¿Y cuánto esperáis, o esperamos, sacar en el caso de que yo participe de este negocio de las velas de reciclaje?

Hombre, si la cosa va bien nos podemos sacar unos seis reales cada uno No es que el tema me entusiasmara, pero en aquellos tiempos seis reales eran seis reales y tampoco tenía nada más interesante que hacer, así que me uní a los futuros fabricantes de velas. Estuvimos el resto de la mañana arrancando pegotes de cera con el clavo, hasta que las latas, que no eran de las pequeñas, estuvieron bien repletas. Como era la hora de almorzar quedamos para vernos después de la comida para elaborar las velas. Mientras tanto, ellos se encargarían de guardar la cera, la que yo había recogido también. Nos fuimos cada para cual para su casa, yo con un cierto recelo, ya que había la posibilidad de que a la tarde no aparecieran e hicieran el negocio por su cuenta.  Pero mis sospechas resultaron infundadas y a media tarde nos encontramos y fuimos un poco más allá del campo pelota.

Antonio llevaba las latas con la cera en una especie de talega, Juanito llevaba unas tenazas grandes y otras más pequeñas y unos cuantos cachos de caña de una cuarta cada uno, más o menos, y a mí me encargaron que llevara un ovillo de tramilla, del cual debería cortar unos cuantos cachos y pasarles cerote de la zapatería, y estos servirían de mecha. El resto de la tramilla se reservaba para otro uso, como ya veremos. También llevaban una navaja y una caja de mistos. En las latas, con unos alicates u otra herramienta similar, algunos de ellos había bricolado una especie de pico. Buscamos tres piedras apropiadas, unas cuantas ramas secas, pusimos sobre el improvisado fogón una de las latas llena de cera hasta arriba y prendimos fuego al combustible.

Mientras la cera se calentaba hasta alcanzar el estado líquido, Juanito, con gran destreza, sirviéndose de la navaja, abría los cachos de caña en dos partes y se las pasaba a Antonio, que los volvía a unir mediante la tramilla, e introducía el cacho de tramilla encerotado que servía de mecha. Cuando la cera estaba totalmente líquida, Antonio sostenía con las tenazas pequeñas uno de aquellos cachos de caña y Juanito con las tenazas grandes y haciendo gala de un buen pulso, iba vaciando la cera en los moldes de caña que le presentaba Antonio.

La cera se solidificaba casi de inmediato, así que cortando la tramilla que sujetaba las dos partes del molde, con cuidado de no quemarse, iban saliendo las velas, si bien bastante regulares en cuanto a forma. En cuanto a color no tenían una especial blancura, más bien eran de color marrón mierda. Acaba la operación, apagamos la candela, machacamos las latas que abandonamos allí mismo, cada cual recogió los útiles que le pertenecían y Antonio puso en la talega el producto, aún caliente, de tan singular alquimia.

No recuerdo cuantas velas salieron, pero al llegar a la calle Cruz Verde me dijeron que ellos se encargarían de guardarlas y venderlas y que ya me avisarían cuando estuviese realizada la venta para cobrar mi parte. Más receloso aún que la vez anterior, me fui para el Postigo. Me cuidé mucho de contarle a los de mi calle el negocio del que había sido partícipe con los de la calle Cruz Verde, pues si al final resultaba en un timo habría habido cachondeo para meses. Pero no fue así y al cabo de dos o tres días, Antonio me dijo que aquella tarde nos viéramos en la Cruz Juan Caro para hacer el reparto de la venta de las velas. Me dieron siete reales y, teniendo en cuenta las circunstancias de mi participación en el negocio, me conformé con lo que me dieron.

No sé si me engañaron y tampoco traté de averiguarlo. Nos sentamos en el suelo al lado del pie de la cruz e iniciamos una entretenida conversación. Me dijeron que ellos sabían cosas muy importantes. Como, por ejemplo, que el tren lo inventó uno de la calle Cruz Verde.  ¿Y cómo fue el asunto, pregunté intrigado?  Pues le puso cuatro ruedas a una olla, la llenó de agua, le hizo un agujerillo en un lateral y le puso un tapón de corcho para que el agua no se fuera, le puso la tapadera y la sujetó con un alambre. Después, puso la olla al fuego y en cuanto el agua arrancó a hervir, el tapón saltó con un estampido y la olla echó a correr por la casa.

Por lo que se ve, la cara que yo puse ante tal revelación debió ser tal, que animaba a seguir con las confidencias, así que me dijeron que otra cosa que casi nadie sabía es que cuando acabó el diluvio universal el animal que Noé soltó para ver si ya podían salir del arca no era ni un cuervo ni una paloma, y como no volvía, Noé empezó a impacientarse y a quejarse a dios diciéndole señor el ave tarda, el ave tarda, el ave tarda y el señor, cansado de oírlo, le dijo pues bien, en castigo a su tardanza este pájaro que has soltado a partir de hoy se llamará la Avetarda (entiéndase Avutarda). Pensé que por aquella tarde era suficiente y propuse que volviésemos para el pueblo.  Por el camino, ellos iban hablando de sus cosas y yo iba pensando en qué gastaría mis siete reales. Otro día, llegado ya el verano, nos fuimos los tres a bañar a la Longuilla, pero esto queda para otro relato.