Había un abuelo en Fuentes que, como tantos otros, cuando ya no pudo trabajar vivía con el hijo y la nuera. Aunque el hombre no daba mucha guerra, hijo y nuera decidieron un día quitárselo de encima. Hablaron con la superiora de un asilo de las hermanitas de los pobres de un pueblo que bien pudo ser Ecija y le expusieron su intención de meter allí al abuelo. La monja se mostró dispuesta a acoger al viejo siempre que viniese acompañado de alguna dote. Después de un buen rato de indecente chalaneo ajustaron la dote en tres fanegas de garbanzos.
La monja llevaba un registro de las entradas y salidas, estas últimas siempre por defunción, y el promedio de tiempo que los internos pasaban en el establecimiento en ningún caso había superado los tres años. Por eso, para admitir a algún viejo en el establecimiento exigía a la familia una aportación de tres fanegas de garbanzos, una por cada año, que en el mejor de los casos, pasaría el pupilo en el establecimiento. A partir de aquel día empezaron a decirle al abuelo que lo iban a llevar a vivir a un sitio donde estaría como en el cielo. Y ande viá está yo mejón que en mi casa, respondía él.
Como no había manera de que el hombre mostrará ninguna disposición a salir de su casa si no era con los pies por delante, para ir allanando el camino le dijeron "abuelo, ahora que viene el frío le vamos a comprar un traje de pana para que entre usted como un marqués en ese sitio tan bonito donde lo vamos a llevar. El abuelo pensó "bueno, de momento compradme el traje y de lo otro ya hablaremos". No sabía, el inocente, que lo que ya estaba hablado y rubricado era precisamente lo otro. La familia echó sus cuentas, pues un traje de pana no era barato y el abuelo lo quería con chaleco. Los números dijeron que con el abuelo en el asilo en un par de años amortizarían el traje y la dote. Luego todo sería beneficio neto.
Al hijo le faltó tiempo para preguntarle al ferretero el precio de aquella escopeta que tantos años llevaba expuesta en el escaparate porque ninguno del pueblo podía comprarla y a la nuera le crecieron alas en los pies para ir ancá el carpintero y encargarle una cómoda con veinticuatro cajones que seria la envidia del vecindario. Lo llevaron al sastre, fue a probarse las veces que hizo falta, el abuelo era muy puntilloso, y al final una tarde de otoño lluviosa y triste, como no podía ser de otra manera, salió de la casa del sastre con su traje flamante y dijo dirigiéndose a la nuera "pa qué quieres esta maleta, no vamos pa casa? No abuelo, no vamos pa casa. Usted va a ir a ese sitio tan bonito del que le hemos hablado. El abuelo, entonces, miró al hijo buscando una respuesta, pero éste rehuyó la mirada y se limitó a decir "venga padre que el coche espera".
A los nietos los dejaron con una vecina para evitar escenas desagradables. La nuera cogió la maleta y le dijo al marido "Antonio, abre el paraguas y tapa a tu padre, que no se moje el traje que ha costado mucho. Se metieron en el coche y le dijeron al chófer "Manolo, al asilo de las hermanitas de los pobres de Ecija". El viaje fue corto y silencioso. Llegaron al asilo, bajaron del coche y llamaron a la puerta. Abrió la superiora que, cogiendo al hombre por un brazo, le dijo "venga, abuelo, vamos pa dentro", sin dar lugar a incómodas despedidas. Aquel abuelo le desbarató a la superiora todas las estadísticas que a lo largo de los años había ido elaborando concienzudamente sobre el tiempo que cada pupilo había sobrevivido en el establecimiento. En el fondo de tanta estadística estaban, como bien podemos suponer, los joíos garbanzos de Fuentes.
El abuelo no pasó en el asilo ni un mes y salió por su propio pie. Durante este corto espacio de tiempo las monjitas no le hicieron la vida fácil, pero él se defendió. Se negó a confesar diciendo que él no se acordaba de na ni bueno ni malo. Cuando el cura le decía que si no se confesaba no podría recibir la sagrada hostia, él contestaba que de esas ya había recibido bastantes en su vida. Como el cura insistiera diciéndole "pero esas hostias que usted ha recibido en su vida no eran consagradas y no le permitían ver a Jesucristo". ¡Anda que no! respondía el abuelo, en alguna vi hasta a la Santísima Triniá con tricornio.
Lo dejaban sin postre los días que había natillas o flan, que sabían que le gustaban. El abuelo hacia lo que podía. Al rezo del rosario tenía su propia versión del padrenuestro y el avemaría. Padre nuestro, que viene el maestro, por la escalerilla comiendo pan y morcilla, Ave Maria, la rata corría por la sacristía y el sacristán que la vio con la cru se la cargó. A la hora de la letanía, en vez de contestar ora pro nobis, decía a tomá por culo, y éste también y tos los que vienen atrás. Llevaba unos quince días en el asilo cuando, una mañana después del desayuno, una monja les dio a cada uno una sábana y les dijo, venga a quitarse la ropa que hay que lavarla. Los tuvieron en sábana hasta el día siguiente después del desayuno en que les repartieron la ropa como repartían los bollos, uno pa ca uno, y les dijeron venga vístanse que los vamos a sacar de paseo.
Era domingo. Nuestro abuelo, cuando vio que la ropa que le dieron no se parecía, ni tenía pinta de parecerse, a la que él trajo cuando entró, cogió un rebote del copón, pero se dijo, tranquilo no la armes ahora, ya averiguaré dónde ha ido a parar mi traje de pana. Y vaya si lo averiguó. Los llevaron a un parque muy concurrido. A aquella hora por allí paseaba la flor y nata del pueblo, y cuando vio que las monjas estaban distraídas cotorreando, aprovechó para ir examinando a cada uno de sus compañeros hasta que al fin lo encontró. Lo cogió por la solapa y le espetó, dame ahora mismo mi traje de pana. A mí me lo ha dao la hermanita, contestó el otro acoquinao. Qué hermanita ni qué leche, este traje es mío y ahora mismo te lo quitas y me lo das. Aquí en medio, preguntó el otro. Aquí en medio y ahora mismo. Y no hubo fuerza humana ni divina que le impidiera recuperar su traje.
El escándalo de dos viejos del asilo despelotándose en medio del parque en la hora de más afluencia tuvo sus repercusiones. La superiora pasó el resto de sus días fregando suelos. Al otro día la institución mandó aviso a la familia para que fueran a recoger al abuelo. Mandaron a Manolo a que lo recogiera. El abuelo entró en su casa con su traje de pana, con el cual pidió que lo enterraran, aunque eso ocurrió muchos años después. Las tres fanegas de garbanzos se las quedó el asilo, la escopeta quedó en el escaparate de la ferretería y la cómoda de veinticuatro cajones nunca salió de las manos del carpintero.