Como me lo contaron lo cuento. Fuentes, como tantos otros pueblo de Andalucía, fue blanco favorito de las sucesivas cruzadas de evangelización Mariana que tan a la orden del día estuvieron en aquellos años. De aquel pan sí que comimos todos. A los chavales aquellas campañas apostólicas nos tocaban de refilón, ya que para nosotros había un programa Mariano continuo durante todo el año.
Aquellas predicaciones de carácter especial e intensivo iban dirigidas principalmente a la población adulta y la norma general era evitar la coincidencia de los dos sexos, para lo cual los padres predicadores habían redactado un cuadro muy explícito que clavaron en el postigo de la iglesia, donde se exponía claramente qué días y horas eran los de “obligada asistencia” para cada uno de los sexos. Para los reticentes se instalaron, por cuenta del ayuntamiento y a instancias del párroco, una serie de altavoces en los bares y casinos más concurridos. Pero como toda regla tiene su excepción, el Padre Celestino, a pesar de la oposición del párroco, consideró conveniente clausurar el ciclo de sus actuaciones con un sermón mixto.
El Tío Granizo, que regentaba la posá de la calle Mayor, consideró que la decisión del fraile Celestino fue desafortunada , ya que a partir de aquel día, y durante bastante tiempo, fue el hazmerreír no solo de los socarrones del pueblo, cosa que en cierta manera no le representaba una gran ofensa, al fin y al cabo eran hombres, sino que también se convirtió en la comidilla de los talleres de costura, las cocinas y las tertulias de lavadero. Esto sí que lo consideraba un grave atentado a su dignidad. Sin ser ateo, el buen posadero tampoco era lo que se dice un devoto. Habituado a tratar con arrieros y todo tipo de gente que iba de paso, siempre despedía a sus huéspedes con un “dios os acompañe, que mejor estará con vosotros que conmigo".
Del demonio por supuesto que el Tío Granizo había oído hablar. Quién no en aquellos años en que cada dos por tres se oían historias espeluznantes de gente que, después de sufrir alguna desgracia, renegaba públicamente de dios y de los santos e inmediatamente se le llenaba la casa de humo. Entre un griterío infernal, nunca mejor dicho, se los veía batirse encarnizadamente con unos extraños e invisibles personajes que intentaban arrastrarlos a tenebrosos abismos. A los gritos del afectado acudía el vecindario, armado de cruces y rosarios que arrojaban dentro de la casa, consiguiendo así que los supuestos demonios renunciaran a su presa. A continuación venía un sacerdote armado de hisopo que rociaba con agua bendita todos los rincones de la casa y exhortaba a los apóstatas a volver al redil de la santa madre iglesia.
Tío Granizo tenía su propio punto de vista sobre el particular y afirmaba que, para ahuyentar demonios y malos pagadores no había mejor cosa que la garrota con nudos que él tenía siempre al alcance la mano. Pero tanta expectación había despertado en el pueblo el sermón del fraile Celestino anunciado para aquella noche que, en contra de lo que tenía por costumbre, decidió acudir. Sostenía el Tío Granizo que las iglesias debían estar siempre limpias y que, por lo tanto, lo mejor era no pisarlas. Pero aquel día nefasto decidió asistir, así que una vez cenaron los huéspedes, que aquella noche tenían prisa pues ninguno quería perderse el acontecimiento, se quitó el mandil, cogió el paraguas y encaminó sus pasos a la iglesia mayor.
Las cosas sucedieron más o menos de esta manera. Serían las nueve y media de la noche y llovía más que cuando enterraron a Bigote. Por alguna razón que yo ignoraba, en casa cenamos más pronto que de costumbre y mis padres, animados de una extraña diligencia, después de la cena se pusieron el traje de los domingos, cosa que despertó nuestra curiosidad, ya que era lunes. Aunque no habíamos pescado ningún comentario, llegamos a la conclusión de que había boda o velatorio, únicos hechos que a nuestro entender justificaban la utilización de aquella indumentaria en aquel día. Cogieron el paraguas más grande que había en la casa y después de recomendarnos que no diéramos mucha guerra a los abuelos y que nos fuésemos a dormir enseguida, pues ellos tenían que asistir al sermón de despedida del padre Celestino, que aquella noche versaría, cosa nueva, sobre “las acechanzas del maligno”, se echaron a la calle a pesar del aguacero.
Aquel mismo día, a unos seis o siete kilómetros del pueblo, los carboneros Blas y Pedro, que habían concertado con el dueño de una finca de encinar la utilización de algunos árboles de la propiedad para fabricar carbón a cambio de una parte del producto obtenido. Solo se me ocurre que aquello fuera en los chaparrales del Castillo. Considerando rematado el trabajo y ante la poca probabilidad de que el horno se les encendiera dado el aguacero que estaba cayendo, pensaron que no estaría mal pasar un par de días en la posada, ya que llevaban tres semanas viviendo en la precaria choza que habían construido con ramas, comiendo pan y tocino y sin poder afeitarse ni quitarse el hollín de la cara. Así que aparejaron los borricos, se colocaron los amplios capotes negros que entonces se utilizaban y “negros como el carbón” y con barba de tres semanas se dirigieron al pueblo.
Los abuelos nos mandaron a la cama y ellos decidieron esperar despiertos hasta que volvieran mis padres. Yo no podía dormir de ninguna manera. No hacía más que revolverme entre las sabanas pensando en historias de fantasmas y aparecidos, así que bajé al comedor y les dije a los abuelos que también esperaría a mis padres junto al brasero. Se mostraron tolerantes con mi decisión por ser yo el más pequeño de los hermanos. Como la espera sería larga, el abuelo me entretuvo explicándome cómo una nochebuena, mientras en la parroquia celebraban la misa del gallo, a él y a varios compañeros de su edad se les ocurrió coger el gato del sacristán y, abriendo un par de nueces por la mitad y vaciando su contenido, encajaron cada una de las mitades de la cáscara en una patita del animal y después lo soltaron dentro de la iglesia.
Como el más experto de los patinadores, Marramiau cogió carrerilla y después, derrapando sobre el piso de mármol, acabó por ejecutar una artística pirueta al pie del altar mayor. Al fin, el sacristán y los monaguillos, en medio del general revuelo, consiguieron arrinconarlo. El animal se dejó coger mansamente y le quitaron los improvisados patines. Afortunadamente, nadie sufrió daños irreparables, incluido el minino. Los culpables de tamaña irreverencia fueron severamente amonestados.
Estaba a punto de quedarme dormido con las historias del abuelo cuando se abrió la puerta y aparecieron mis padres. Me restregué los ojos y los miré sorprendidos, pues contrariamente a lo que era habitual a la vuelta de los sermones, o sea, caras largas y preocupadas, esta vez se veía a las claras por su expresión divertida que hacían grandes esfuerzos por contener la risa. Cuando hubieron echado la llave y atrancado la puerta soltaron la carcajada. La perplejidad pintada en nuestros rostros les dio a entender que el tema requería una explicación, pero como era tarde dijeron que a la mañana siguiente nos lo contarían todo. Así que nos fuimos a dormir, unos con la mosca detrás de la oreja y los otros mondándose de risa.
A la mañana siguiente, mientras nos comíamos la tostada con aceite que constituía el desayuno habitual, mis padres nos explicaron el motivo de sus risas de la noche anterior. Resulta que Blas y Pedro, los carboneros, llegaron al pueblo, que se había quedado a oscuras a causa de un apagón producido por la tormenta, y guiados por las indicaciones de un vecino se dirigieron a la posada. A los recios golpes que dieron con el aldabón, sin recibir respuesta, salió otro vecino con un farol y les informó de que el posadero se llamaba Tío Granizo y estaba escuchando el sermón del padre Celestino. Como decidieran ir a buscarlo, el buen hombre los encaminó a la iglesia. Ataron los burros a la cancela y, sin descapotarse, entraron discretamente y se situaron de pie detrás de los últimos bancos, de tal manera que, entre la penumbra reinante y el profundo magnetismo a que el sermón del Padre Celestino tenía sometida a la parroquia, nadie notó su presencia. Por no interrumpir decidieron estarse callados y esperar.
Atravesaba el sermón por un pasaje en que el predicador con voz recia y potente decía a su feligresía "en aquel momento dos demonios enfundados en negros capotes entraron por la puerta y yo, en nombre de nuestro señor Jesucristo, les pregunté ¿a quién buscáis?" Pensando que la pregunta les iba dirigida, los carboneros contestaron, también con voz recia, y al unísono, "a Tío Granizo el de la posada".
El aludido, que por su escasa devoción se había sentado en los últimos bancos, se giró al oír su nombre dándose de bruces con los dos encapotados. Blanco como la cera y con los pelos de punta echó a correr por la iglesia gritando como un poseso "los demonios vienen por mí, los demonios vienen por mí". Al final consiguió esconderse debajo del pupitre del sochantre. Se armó un revuelo que no tenía nada que envidiar al famoso rosario de la Aurora. Aclarado el entuerto, al pánico siguieron las carcajadas. Pero Tío Granizo seguía metido debajo el pupitre y cuando el padre Celestino vino a sacarlo se tiró a sus pies prometiendo regalar una fanega de garbanzos al Cristo del Calvario si salía con bien de ésta.
Restablecido el orden, el fraile dio por concluida la prédica y con gesto contrariado despidió a los feligreses. Los carboneros le habían aguado el sermón. Tío Granizo tardó en reponerse de la impresión, pero con el tiempo recuperó su habitual ironía respecto al tema y, cuando el encargado del mantenimiento de la capilla del Cristo del Calvario le reclamó la fanega de garbanzos prometida en el mal trance, le contestó que al Cristo seguramente no le gustaba la olla, ya que hacía más de un mes que le había puesto un garbanzo en la boca y aún no se lo había comido.
A partir de los hechos acaecidos aquel día, por el pueblo circuló durante bastante tiempo una coplilla que rezaba así: Dicen que en el infierno / No hay posadero / Por eso a Tío Granizo / Llevar quisieron.