Aunque no recuerdo la fecha con precisión, digamos que era una mañana de verano de un año que podía ser 1962. Iba yo camino del Portillo cuando me encontré con Antonio López (Antoñete), vecino de la calle Humildad. Éramos amigos desde la primera infancia. Le pregunté a dónde iba y me dijo que a cobrar unas peonás que había echado cogiendo algodón en los Camorros para pagarse el viaje a Barcelona en busca de trabajo. Fuimos a la casa del manijero, no recuerdo bien la calle. Entramos y allí estaba el manijero, sentado detrás de una mesita, encima de la cual había bastante dinero. Antonio y el manijero parecían conocerse bien o tener alguna relación de parentesco.
"A ver, Antoñete, ¿sabes cuánto tienes que cobrar?", saludó el manijero. Antonio llevaba en un papelito la cuenta más que ajustá y contestó "tantos jornales, menos tantos kilos de pan, son 836 pesetas". "¡Ole ahí tus cojones!", contestó el pagador, poniéndole en la mano el dinero que ya tenía contado. "¿Y ahora qué, a Barcelona? Tú no piensas dejarte los riñones por estos campos. Haces bien, Antonio", le dijo. En efecto, a los pocos días, Antonio se montó en el catalán y llegó a Barcelona, a casa de su tía Trini, en el barrio de Torre Baró, donde un tiempo más tarde nos volvimos a encontrar, aunque pronto la vida nos llevó por diferentes caminos.
Antonio había vivido casi siempre en el Postigo, en la calle Humildad, con su padre, Pepito, su hermano Julio y sus abuelos, Papá Antonio y Mamá Julia. Antonio López Lobato y Julia Valladares Muñoz. En realidad, a estos últimos todos les llamaban Momá Julia y Popá Antonio. Mi amistad con Antonio duró bastantes años y entraba por su casa con mucha familiaridad. Aunque nunca se hablaba del tema, al menos en nuestra presencia, supe que la madre de Antonio y Julio murió, cuando ellos eran muy chicos, por la mordedura de un perro, que le contagió la rabia, enfermedad muy común en aquellos tiempos. Antes de aquel desgraciado suceso, Pepito, su mujer -cuyo nombre no recuerdo, y los hijo de ambos habían vivido en la calle la Luna. Al morir la madre, Pepito y los dos hijos buscaron el cobijo de Momá Julia en el Postigo y allí vivieron hasta que emigraron.
Lo sorprendente de aquella pequeña casa del Postigo, la segunda de la calle Humildad según se va hacia los arbolitos, en la acera derecha, era su desmesurada capacidad para acoger gente. Además de Mamá Julia y Papá Antonio, allí vivían cuatro de sus seis hijas -Jesula, Antonia, Julia y Trini- y el único varón, Pepito, con los hijos de éste, Antonio y Julio. Nueve personas en una casa con sólo dos dormitorios. A eso había que añadirle que otros muchos nietos de Papá Antonio y Mamá Julia frecuentaban la casa en busca del juego con los primos. Aquella casa podía haber sido el camarote de los hermanos Marx de no haber coincidido con los hábitos de una época en la que la vida se hacía prácticamente en la calle, especialmente los niños.
Las otras dos mujeres de la familia, Ana e Isabel, ya estaban casadas y vivían en las calles Nueva y Caldereros, aunque sus hijos frecuentaban la casa de los abuelos en el Postigo, contribuyendo a la sensación de que aquello era una guardería. Aunque la verdad es que eso era lo más común en la casas de Fuentes, en las que abundaban más los niños que los garbanzos en la olla que había para comer todas las noches. Eran tiempos en los que alrededor de las mesas crecían tanto las bocas que alimentar como diezmaban los platos con algo dentro digno de ser llamado alimento. Lo único verdaderamente rebosante que había en las casas eran las camas a la hora de dormir. Una cama por persona fue invento nunca visto en Fuentes hasta muy avanzado el siglo XX.
Antonio López Lobato, Popá Antonio, era agrimensor y Julia Valladares Muñoz ama de casa. Él, adusto, serio y callado como un entierro. Ella, reidora y habladora como un bautizo. Papá Antonio "el Rondeño" trajo por aquellos años de Granada la noticia de una nueva fruta extraña y dulce llamada chirimoya. Viajaba mucho -y ganaban buen dinero- por su trabajo de agrimensor. En el campo se trabajaba por cuenta y muchas veces había que medir las cosechas para dirimir disputas. Si el propietario de las tierras había intentando engañar a los segadores, se hacía cargo del coste del agrimensor, además de los salarios añadidos. Y al revés si el pícaro había sido el capataz de la cuadrilla de jornaleros. Luego vinieron las cosechadoras y los agrimensores entraron en crisis.
Julia Valladares tenía la pasión de la lectura, algo poco común en la época. Todos los días leía el periódico que se comparaba en la casa y devoraba los libros con fruición, especialmente las historias de los reyes. El soberao de la casa estaba atestado de libros y de camas. De Julia Valladares decía Dolorcita Zacarías que sabía y entendía de todo. Aunque entonces no se hablaba de esas cosas, la casa de Momá Julia era lo que ahora llamaríamos un matriarcado. Ana, la hija mayor de Julia, aprendió a cortar y a coser sólo con fijarse y a base de experimentar. Que el vestido que le estaba haciendo a Antonia le salía más pequeño de la cuenta, lo usaban Julia o Trini, las hermanas más pequeñas. Que le salía grande, para Isabel o Jesula.
En aquella tempestad de mujeres y de niños, los dos únicos hombres de la casa -Papá Antonio y su hijo Pepito, tan de pocas palabras- debieron de andar como náufragos. Puede que tuvieran poco que decir o puede que las palabras hubieran quedado mal repartidas en la subasta de los verbos. El caso es que Mamá Julia compraba, disponía, reñía... Y leía sentada en su sillita de enea, ya con el pelo blanco, largo y recogido en la nuca con un roete. Papá Antonio murió años antes que Mamá Julia y entonces Trini, la menor de las hijas, se la llevó a Barcelona. Nunca quiso dejar Fuentes, pero se fue, como tantos otros, dejando el alma en el Postigo y los libros en el soberao.
Una vez en Barcelona, al ir a cobrar la pensión, el funcionario le puso delante la alfombrilla impregnada de tinta diciéndole "a ver, abuela, ponga usted el dedo gordo aquí". Y fue como si le hubiese clavado un puñal en la espalda. ¡Habrase visto insolencia mayor! Julia Valladares pidió un bolígrafo y estampó su firma sobre el documento con mano firme y mirada desdeñosa. Procedía de una calle llamada Humildad, en Fuentes de Andalucía, de una mínima casa donde hubo muchas mujeres, muchos niños y, si no mucha hambre, poco que comer, pero analfabetos, no hubo ni uno.