No sabemos, no estamos seguros de por qué a alguien, hombre o mujer, le dio por decorar las paredes y los techos de su hogar con suntuosas escenas de caza en Altamira. Miles de años más tarde, todo hogar que se preciara tenía un tapiz con escenas de la caza del ciervo, justo encima del sofá de escay, en los años sesenta y setenta. Fue en esa época cuando nuestros padres, que habían sobrevivido a todo, entendieron que poseer una casa era lo más importante. “Jamás podrán echarte de tu propio hogar”, me decían los míos. Gracias al dinero de los emigrantes y a los puestos de trabajo que dejaron libres aquí, los españoles se lanzaron a comprar pisos. De la nada surgían barrios de ladrillo visto. Las ciudades doblaban su tamaño, al tiempo que los pueblos iban menguando sin parar.
El primer deseo de un ciudadano, por encima de la compra de un Seat 600, era tener un cuarto de baño alicatado hasta el techo. Los setenta metros cuadrados del primer piso que compraron mis padres representaban el éxito. Por fin conocimos el significado de una palabra que hasta entonces desconocida, confort. Ese fue un milagro económico surgido a pesar del franquismo. A medida que se iba desmoronando el régimen, nacía la clase media. A medida que crecía la clase media, llegó la democracia y la libertad cuajó en España.
Las cosas hoy ya no son así. Ya no somos un país de segunda división, ahora jugamos en “la liga del Champiñón” de las naciones. Ahora somos modernos y neoliberales, lo que significa que la ley de la selva se ha instalado definitivamente. El dinero pesa más que cualquier otra cosa y el que gane más se convertirá en un prohombre aunque haya sido trampeando, especulando o directamente robando. Mi padre trabajó honradamente toda su vida como una bestia y siempre estuvo muy orgulloso de hacerlo. Hoy día mi padre, como millones de padres y madres, se podrían considerar idiotas. Esos hombres y mujeres “idiotas” levantaron el país. Todos ellos tenían una meta que iba más allá de mantener a su familia, prosperar.
Con el correr de los años, hemos hecho un pan como unas hostias. Somos una gran potencia del mundo mundial, pero salvo unos pocos trabajamos (el que tiene trabajo) no para vivir, sino para pagar una hipoteca desorbitada o un alquiler desmedido. Los santos patrones del capitalismo salvaje nos dicen que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Según parece, tener un techo es una posibilidad. Me gustaría saber qué pensaría un esquimal calentándose al calor de su iglú, un indio sioux en su tipi, un gitano en una casa-cueva del Sacromonte, un fula en su choza en Guinea-Bissau o un mongol en su yurta.
¿Tener una vivienda es una posibilidad?
Vivir en casas es lo que ha hecho el ser humano desde que bajó de los árboles, pero ahora ya no es posible. No lo será nunca mientras se considere un negocio, no una necesidad. A este paso no van a quedar puentes para vivir debajo. Seguro que algún “espabilao” está dispuesto a alquilarlos por parcelas o ya puestos, por pilares, como ya lo hacen los traficantes de casas ocupadas o los especuladores inmobiliarios.
Recuerdo a mi madre enseñando mi casa a las visitas, con un sentimiento de orgullo, de éxito. Uno pertenecía a una comunidad, a un barrio, a un pueblo. En mi calle todo el mundo nos conocía y a todos conocíamos. A estas alturas sigo entendiendo el piso en el que vivo como mi hogar, mi territorio, mi castillo, el descanso del guerrero que soy, mi república, mi isla del caribe. En mis peores pesadillas he soñado muchas veces con un secretario de juzgado acompañado por la policía, diciéndome muy educadamente que tenía que irme.
No pelearon tanto nuestros padres, los niños nacidos del hambre y la guerra, los que trabajaban dieciséis horas al día, los que emigraron, los que no, los que sobrevivieron al dictador y a Camilo Sexto, para llegar a esto. La libertad por la que lucharon nuestros próceres ha sido sustituida por la esclavitud hipotecaria. No sé por qué se sorprende nadie de los beneficios escandalosos de los bancos y las constructoras. A este paso, miraremos hacia arriba buscando esperanza y veremos el cielo azul, porque no tendremos un techo bajo el que cobijarnos. Habremos vuelto al momento anterior al que a alguien se le ocurrió pintar en la cueva de Altamira.
No tengo edad para subirme a un árbol. El progreso ha muerto, al menos el nuestro.