Después de varias visitas consultivas, entrega de documentos vida laboral, etc., etc, al final quedé con la abogada de UGT un día y a una hora determinados, que me tendría preparado un estudio de cómo me quedaría la jubilación anticipada. Quedamos a las tres de la tarde en las oficinas del citado sindicato en Mollet. Si bien no están muy lejos de mi casa, hay que subir andando tres pisos de un edificio sin ascensor. Era en el mes de julio y el calor ya se dejaba sentir. Procuro ser puntual y, así, algo antes de las tres recorrí los cientos de metros que hay de mi casa al local sindical y subí los tres pisos que tocaba, que no eran tres, sino cuatro, porque el jodido edificio también tenía entresuelo.
Por fin llegué a mi destino y me senté resollando en una silla de las varias que había en un pasillo, por el que seguían las sucesivas puertas que daban acceso a los diferentes despachos. En el edificio, además de los asuntos sindicales, había despachos de asistencia social y otros. Después de localizar la puerta de mi abogada, escogí la silla más cercana y me senté. En el edificio, por supuesto, no había aire acondicionado, ni ventilador, ni ventanas que dejasen pasar algo de aire que aliviase el tremendo calor de aquel día.
No llevaba más de cinco minutos allí sentado, aunque me parecieron tres horas, cuando de un despacho adyacente salió uno para preguntar si alguien estaba esperando a la abogada de UGT. A continuación informó que a la abogada le ha surgido un problema y que no sabía cuándo podría llegar, pero que bien podría tardar dos horas. Tenía dos opciones, aguantar en la silla las dos horas tratando de distraerme siguiendo el vuelo de las moscas, que haberlas habíalas, o marcharme a casa y volver, más o menos, al cabo de dos horas. Descarté esta última opción porque me interesaba mucho el documento que la letrada había de entregarme y solo faltaba que se presentara antes de las dos horas y, al no verme, pensara que yo no había acudido a la cita y se marchara, con lo cual me tocaría concertar una nueva cita. Así que decidí aguantar estoicamente las dos horas en la incómoda silla de plástico.
Como no había previsto la contingencia, no llevaba nada para entretener la espera, un libro, algún cuadernillo de esos que llaman de entretenimiento, con crucigramas, sopas de letras, sudokus... Sin embargo, os puedo asegurar que por una circunstancia imprevistas, en aquellas dos horas no me faltó precisamente entretenimiento. A causa del calor, estaba a punto de adormilarme cuando oí tropel de pasos de varias personas que subían las escaleras. Eran seis africanos que, por lo que se ve, tenían algún asunto a tratar en la misma planta que yo. Una mujer, ya entrada en años y en kilos, vestida a la usanza africana con aquellas ropas tan amplias y coloreadas, dos hombres de unos treinta años, altos y elegantemente vestidos, con los zapatos muy lustrados y unas carpetas de plástico transparente que permitían ver y, más o menos adivinar qué papeles había dentro.
Seguramente eran varios juegos de currículum que algún asesor con pocos escrúpulos e incluso un paisano que ya llevaba por aquí algún tiempo y tenía algún conocimiento de informática les habían elaborado e impreso varias copias, a un precio seguramente abusivo y les habían dicho, con este currículum os darán trabajo en cualquier empresa. Después de un ligero cambio de impresiones sobre el contenido de las carpetas se marcharon diciendo a la mujer que tenían unas entrevistas muy importantes y la dejaron allí con las tres criaturas, recomendándole que no se fuera de allí hasta conseguir de la asistenta social la ayuda que le habían encargado que solicitara, que no llegué a enterarme en qué consistía. Las tres criaturas eran dos niñas de unos ocho o diez años, a las que su madre, o abuela, ordenó sentarse en sendas sillas y no moverse.
El otro era un diablillo de unos cinco o seis años, llamado Mustafá, que era lo que en Fuentes decíamos el rabo una lagartija. No paraba de revolverse en la silla y, a pesar de las advertencias, primero, y después amenazas de la mujer, pronto se levantó de la silla y empezó a recorrer el pasillo de punta a punta A la tercera pasada empezó a llamar a todas las puertas, a tocar todos los timbres que encontraba a su paso y, por último, a darle a todos los interruptores que encontraba a su paso de la luz o de lo que fueran.
La buena mujer estaba totalmente desbordada y, cuando parecía que de un momento a otro alguno de los ocupantes de los diferentes despachos saldría a poner orden, el pequeño Mustafá paró en seco y dijo con la mano en la bragueta "me meo". La mujer, que lo conocía bien y sabía que era capaz de mearse en la puerta de algún despacho, le dijo "Mustafá, aguántate o ya verás cuando venga tu padre". "Mi padre no vendrá", respondió, y se fue hacia un rincón del pasillo dispuesto a desahogarse. Los lavabos estaban en la planta baja y yo, viendo la cosa malparada, ya que a la buena mujer le habría costado dios y ayuda bajar y volver a subir los cuatro pisos -tres más el entresuelo- me levanté de la silla y le dije al niño, "ven conmigo, Mustafá, que te acompaño a hacer pipí."
Le ofrecí la mano pensando que se cogería y bajaríamos las escaleras tranquilamente, pero Mustafá echó a correr como un rayo escaleras abajo y, cuando yo llegué a la planta, él había salido del edificio y estaba plantado en medio la calle, que por suerte es peatonal. Lo cogí por un brazo y le recordé que habíamos bajado hasta allí para hacer pipi. A la vista de los lavabos, Mustafá parecía habérsele pasado toda la urgencia por mear y se dedicó a recorrer todas las puertas y a meterse en todo recinto que encontraba abierto, tanto si era de hombres como de mujeres, abrir todos los grifos y accionar todos los mecanismos que encontraba.
Al final, me puse serio y conseguí que meara en lugar conveniente, que era lo que habíamos venido a hacer. En cuanto le dije "ahora volveremos arriba" enfiló las escaleras como un rayo y cuando yo llegué, él ya hacía rato que estaba volviendo a hacer de las suyas. Entre todos conseguimos que se sentara en una silla y se estuviera quieto. No podría decir cuanto tiempo duró la quietud, pero cuando ya estaba a punto de volver a adormilarme, el pequeño Mustafá se levantó de la silla, se plantó en medio el pasillo y dijo con voz sonora y que no dejaba lugar a dudas "¡que me cago, que me cago!".
En vista de la experiencia anterior, me levanté de la silla y le dije "venga, Mustafá, tira pabajo y vamos a cagar. Me costó lo mío meterlo en el lugar conveniente, hacer que se limpiara el culo y se lavara las manos convenientemente. Cuando estuvo listo, pensé que echaría a correr escaleras arriba, pero en vez de eso, salió a la calle y señalando una tienda que había enfrente, dijo "Mustafá quiere Fanta y papas fritas". Era difícil negárselo, así que le compré una Fanta y un paquete de papas fritas. En cuanto tuvo estos dos tesoros en sus manos, volvió a subir las escaleras como un rayo. Cuando yo llegué arriba me encontré con una agradable sorpresa. Mi abogada había resuelto sus problemas y ya estaba en su despacho. Entré y, después de un rato de plática, me entregó los documentos que había ido a buscar. Cuando salí del despacho, al cabo de una hora más o menos, el pequeño Mustafá y su familia ya no estaban.