Hay en Fuentes una plaza que por un tiempo fue conocida como paseíto de la Arena. En otro momento fue paseíto de la Música y, siempre, paseíto del Ayuntamiento. También pudo haberse llamado paseíto del Sol, del Plin, de las Pelotas Chorli y hasta de Pelar la Pava. Tantas identidades y utilidades ha tenido que, con el paso de los años, tal vez por acumulación de tiempo sobre sus piedras, nadie lo llama por su nombre oficial, plaza de España. Cambian los nombres, permanece la quietud soleada de sus bancos. Por aquello de las paradojas, aquí le llamaremos paseíto la Arena, que es lo único de lo que carece. Arena tuvo en el pasado. Y quien tuvo, retuvo, como dice el dicho.
Paseíto de las paradojas. Por él no parece pasar el tiempo. Vive fuera del discurrir de los años, las décadas y los siglos. Pasan el vecindario, las corporaciones municipales, los directores y los músicos de la banda, los juegos infantiles y hasta los infantes, pero el paseíto mantiene su pausado ritmo de vida al margen de los avatares, pasiones y ambiciones. Pasarán los surtidores como antes pasaron los importunos columpios y toboganes. Humilde, pese a ostentar el centro de gravedad de Fuentes. Ajeno a las ambiciones mercantiles, deja el protagonismo del comercio a otras calles y plazas. Extraño a las algarabías, cede el carnaval a la Carrera y al Postigo la Feria. Las cofradías, a la calle Mayor y al paseíto de la Plancha. El paseíto de la Arena va a lo suyo.
Por esas paradojas del tiempo detenido, nada extraño sería ver en el paseíto de la Arena a un puñado de niños jugando al plim o a las bolas chorli bajo la mirada indiferente de Manolo Millán, en los años sesenta vendedor de grano en la cochera donde está el Castillo del Hierro. Desde Manolo Millán no se ha conocido otro comercio en esta céntrica plaza de Fuentes. Hubo entonces en este paseíto mucha afición al juego de las bolas chorli, que era como se llamaba en Fuentes a las canicas, versión pobre de una especie de golf a mano que ya practicaban los griegos y los romanos. Los señores de Fuentes idearon el paseíto como gran pórtico, tal vez plaza de armas, que diera realce a su palacio del Castillo del Hierro, pero con el tiempo acabó sirviendo para que un puñado de chiquillos pasaran el día empujando con el pulgar bolas de barro destinadas a caer en un hoyo.
Paradojas de la historia. Modestia y lejanía del mundanal ruido de quien estaba llamado a la prosapia. Los dos niños más habilidosos con las bolas chorli eran Diego, alto, fino y rubito, y su primo "Rui Gimene". Rafaelín no era malo del todo con las bolas. Viéndonos jugar, Germán Arcenegui, el guasón nieto de Manolo Millán, nos llamaba dos gordos y un negro jugando al chorli. Los gordos eran "Rui Gimene" y Rafaelín. El negro era yo. Rafaelin, hijo de carnicero y de taquillero del cine Avenida, emigró a Madrid. Rui Gimene, hijo de albañil. Yo, hijo de mayete. ¿Qué habrá sido de ellos? Por ahí andará Manuel Caballero, lejos de las pelotas chorli, el niño que era hijo de Francisco el jardinero, buen estudiante, ahora en la tarea de dar destino a los profesores.
La cárcel era donde Francisco el jardinero guardaba los achacales de jardinería. No es que estuvieran condenados ni nada por el estilo, sino que era el edificio municipal más cercano del centro, aparte del propio ayuntamiento. La cárcel de Fuentes puede ser el sitio que más usos tuvo al mismo tiempo que servía para encerrar a los presos. Sirvió de cárcel, de almacén para jardinería, de cuartelillo y hasta de fonda para que los borrachos acudieran por iniciativa propia a dormir la mona antes de irse a casa por la mañana. Alguno creyó sufrir alucinaciones fruto del vino de la noche anterior al ser despertado por los compases de los pasodobles interpretados por la banda que dirigía el maestro Campuzano.
Si ocurría eso era porque el almanaque marcaba domingo, el día que el paseíto de la Arena se transformaba en el paseíto de la Música. Paseíto del arte sobre la plataforma de media luna (exedra se llama) al modo de anfiteatro romano del extremo más próximo al ayuntamiento. Pasodobles, marchas, cuplés. Reolina, pipas, cacahuetes, manzanas caramelizadas y nubes de algodón. Parejas de novios de paseo y niños persiguiendo a niñas a la carrera rumbo a la Alameda. Niñas abofeteando a niños desvergonzados. Clarinetes, saxofones y trombones. En la foto de abajo aparece el maestro Campuzano con el alcalde que había en el año 1963, José Herrera Blanco, veterinario.
José Compuzano era un artista tocando el parababachimba, pachimba, pachimba, lo mismo los domingos en el paseíto de la Arena, en la velá del Carmen o en la feria. El maestro vivía en la parte de arriba del cine Avenida, del que fue jefe cuando vivió su mayor esplendor, con una plantilla de 11 hombres. Elegía igual de bien las películas que proyectar como los cuplés que interpretar. Era familia del conocido pianista Felipe Campuzano. Tenía un hijo llamado José Antonio con un cierto parecido al actor Jerry Lewis. En su banda tocaban el Rubito el de las gaseosas, Cantizano y los hermanos Cepo, entre otros.
Paseíto para los domingos de música y para los lunes al sol. Madres en busca del sol de febrero mientras los niños se descalabraban intentando aprender a darle a la bicicleta. Eso ocurría ante las puertas del agricultor Daniel Crespillo, cuyo hijo era Francisco fue cura y en la estación. Daba Lengua Española y cuando ponía un examen decía siempre "los ceros están volando por el aire. Al que copie le cae el cero". Este profesor tenía mucha afición por las lenguas y por comer kikos en las clases. Le tenía especial cariño al Latín. Se desplazaba en un Vespino con una carpeta negra donde guardaba sus apuntes. Era muy trabajador le acompañaba en las faenas del campo a su padre, el cual tenía un tractor muy pequeñito y un tablón para cargar sus cosas de campo.
A continuación de la casa de Daniel, que hacía esquina, estaba la cárcel. Después venían tres casas pegadas a la muralla que en su día pertenecieron a los hermanos Ruiz. Allí vivía el chiquillo Rui Gimene. Y Lopez, además de don Antonio el médico. Luego venía la cochera de Manolo Millán, donde guardaba el grano. A continuación venía la casa de Pilar Escalera, compañera escolar en el Santa Teresa, muchacha de lo más correcto y educado que ha dado Fuentes. Más adelante estaba la casa de Luis Rabadán, un señor muy fiable, y la cochera de Loren. Lindaba con la casa de Sarapio, hombre que tenía un yerno cultivador de remolacha, hermano de Eligio de la calle Mayor, otro algodonero y remolachero.
Estaba también la casa del maestro de las gaseosas -antes Fuentes estaba superpoblado de maestros- hombre que se dedicaba a vender refrescos los domingos que había música en el paseíto. Era vecino de este señor Manolo Millán, devoto de la Virgen de los Dolores y hermano mayor de la Humildad. Hombre muy comercial y amable, con su Renault 4- Luego venía la casa de José Manuel y Eduarda, dos agricultores muy valientes porque arriesgaban mucho en el campo. Luego, las casas de Lorenzo Benítez, que tenía mucho amor por la procesión de la Veracruz, y como última casa, la de José María Escalera, agricultor de nacimiento, que tuvo ocho hijos: Fernando, Juan, José María, su hija, cuyo nombre no recuerdo, Custodio, José Ramón, Jesús, y el retoño, del que he olvidado el nombre.
Atrapados por el tiempo detenido podría verse sentados en el sardinel junto al ayuntamiento a Cristóbal Gómez Ruiz, que estudiaba en Huelva, y Manuel León Martín, que quería casarse con una mujer que hiciera de comer, que toda la vida comiendo bocadillos... Cristóbal hablaba de que Juan José Medrano Laguna era el estudiante estrella. Lo había aprobado todo y actualmente es veterinario. Los días de febrero había varias mujeres que salían a sentarse buscando el calorcito del sol. Eran la madre de mi amigo Rui Gimene, la mujer de Lope, la de Julián el Salamanquino, y mi madre Adelina. Estaba concurrido el paseo a esa hora. Luego, al anochecer se quedaba solitario y, en su penumbra, iba poblándose aquí y allá de parejitas a pelar la pava y algunas cosillas más.
Este paseíto fue transformado de un paseíto de Arena a otro de losas. Fue en los tiempos del maestro la villa llamado Diego Trapito, reconocido por muchos fontaniegos como el mejor albañil de Fuentes después de haber hecho el arco de entrada al recinto ferial. Este paseíto se hizo con los empleados del plan de empleo rural, por lo cual desfiló allí todo Fuentes a las órdenes de Diego, que era el "manitas de plata".
Con Franco aún colgando de las paredes, el alguacil vestía de uniforme con gorra de plato y el jefe de los municipales era conocido como el Santo, que estaba al frente de una tropilla formada por Reguerita, Rodrigo, Guerrero, Marcelino y el Cuervo. Más tarde reforzaron la plantilla Pascual, Cristóbal y Fernando Segundo. Más tarde aún, llegaron Pepe Ricardo y Sebastián Gamero. El Santo cambió los municipales por la Guardia Civil en tiempos de la dictadura, cuando para entrar bastaba el certificado de estudios primarios.
Cayeron de las paredes los retratos del generalísimo por la gracia de Dios y aquel caserón sombrío al que llamaban ayuntamiento se fue poblando de luces y colores. Sin aspavientos, acogió los primeros carteles electorales de los partidos políticos y hacer de "marco incomparable" para las fotos de las candidaturas. Arriba está la que ganó las primeras elecciones democráticas, de 1979. Sebastián Catalino (con traje y corbata) ganó por mayoría absoluta. Hombre de lo más respetuoso que ha dado Fuentes. Con él, Sarria, Bobi Catalino, Robustiano, Diego Tío los Hierros...
Y el paseíto de la Arena siguió a lo suyo, a la modesta tarea de calentarle a los vecinos las mañanas de febrero, ajeno a las bullas de la Carrera en carnaval, al barullo de las casetas y los cacharritos en la feria, a los conciliábulos en las hermandades y a las angustias en la sequía, que trae a los mayetes por la calle de la amargura. Por allí andarán los niños del plim y las bolas chorli, los novios que pelaban la pava, puede que siga Monolo Millán despachando grano y hasta los señores de Fuentes apostados a la puerta del Castillo del Hierro, espada en mano, soñando gestas imposibles.