Cuando la modernidad empezó a desplazarse por las tierras de España, a una velocidad estimada en 13 metros por hora, Fuentes atisbó el veraneo en Nerja, Fuengirola o Matalascañas. Antes, sencillamente no veraneaba. Empezó tímidamente con algunos fines de semana de camping o a lo sumo una semana en una pensión y, años después, quince días en un apartamento de la playa o una excursión en autobús de la mano de Carmela, la peluquera más rumbosa que ha conocido Fuentes. En una de aquellas excursiones, a principios de julio de 1982, el Sosa que vendía papeletas se puso tan malo que su hija lloraba como una Magdalena.
Por entonces, los españoles empezaban a notar en sus bolsillos los efectos del plan de estabilización económica de los 60, la salida de la autarquía franquista auspiciada por el Fondo Monetario Internacional y EEUU, aunque de momento en Fuentes aquella excursión -la de Carmela- resultó un calvario para el Sosa. El plan de estabilización que en los setenta triunfaba en las periferias de Barcelona, Madrid y Bilbao empezó a notarse en Fuentes a principios de los ochenta, pero no por la proliferación de industrias, sino por la salida de vacaciones a las costas andaluzas de algunas familias fontaniegas. La incipiente clase media de Fuentes, todavía en pañales, intuía que podía aspirar al paraíso.
La modernidad había tardado diez años en viajar de Barcelona a Fuentes, lo que da una media de 13 metros por hora. La moda del bikini andaba más lenta que una tortuga y algo menos que un Seiscientos, el coche del milagro tardo franquista que implantó las escapadas familiares a Matalascañas. Faltaban todavía decenios para que despuntara el turismo masivo que iba a atestar aviones, entorpecer los paseos marítimos y ensombrecer los paisajes más luminosos, aunque ya Benidorm, la Nueva York del desarrollismo, empezaba a ser en agosto el mayor hormiguero de la piel de toro. Todavía era un atractivo turístico ver cómo se tostaban al sol las suecas en bikini cuando en Fuentes se puso de moda un “exótico” destino turístico llamado Peñíscola, allende la provincia de Castellón.
Cambiar Málaga por Peñíscola fue una revelación. El castillo de la población castellonennse vestía el veraneo con ropajes medievales y lo dotaba de ínfulas culturetas. La costa del azahar tenía algo que Fuengirola, tomada por las masas del norte, añoraba. Tal vez fuese el soplo de la mitología guerrera hispana, representada por aquel castillo levantado en piedra sobre una peña emergida de las entrañas mismas del Mediterráneo. Orgullo patrio de un Papa Luna (Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor, Benedicto XIII) que guió el cristianismo cuando Aviñón sustituía a Roma en los tiempos más convulsos de la historia de la iglesia católica.
Además, las aguas del Mare Nostrum resultaban más cálidas que las malagueñas para quienes llegaban de las secas calores de la campiña sevillana. Peñíscola se hizo así un hueco en el imaginario de muchos fontaniegos y un sitio en la memoria nostálgica de aquellos que la visitaron en los albores del veraneo marinero. El veraneo estaba marcado por el signo de las tres pes (pensión, paseo y pipas), aunque también ofrecía la posibilidad de visitar la recepción y los majestuosos salones de los hoteles Papa Luna y Peñíscola Plaza Suites, monumentos que ponían a los fontaniegos de entonces a los pies de un papado conocido en las clases de historia de los colegios de la Estación y de la Puerta del Monte.
El Papa Luna había vivido en aquel castillo de Peñíscola que, con solo verlo, “quita la calor”, decían algunos fontaniegos extasiados. Las casas de Peñíscola, tan medievales, tan castellano-valencianas, trasladaban al visitante a las clases de tercero de BUP y al Cantar del Mío Cid, a Jimena, a Diego, a María y a Cristina, la familia del Campeador. Castellano antiguo en la era de las suecas en bikini y del festival de Benidorm, todavía con los ecos de “Vivo cantando” de Salomé, “La vida sigue igual”, de Julio Iglesias, y el Lalala de Massiel. Desperezábase el españolito “de espíritu burlón y de alma quieta”, mitad medieval, mitad moderno, entre el Papa Luna y Neil Armstrong a bordo del Apolo XI, asomado al balcón del Mediterráneo.
Encantaba a los fontaniegos la temperatura del Mediterráneo y, en Peñíscola, la playa liviana para quienes no sabían nadar, la mayoría de la gente de tierra adentro. No como las playas de Málaga, de descenso repentino y riesgoso. A favor de Fuengirola estaban los espetos de sardinas y las frituras de pescado. Impresionaban los enormes aparcamientos subterráneos de los hoteles, los generosos comedores, la cafetería Blue Moon, los ascensores panorámicos de las recepciones subiendo cinco plantas, el aire acondicionado.
Trini Ramírez y Mari Carmen Medrano fueron a Peñíscola a ver el castillo del Papá Luna, subieron a las torres y quedaron extasiadas ante el mar. La "la ciudad en el mar" les ofrecía vistas de cine. Adelina Arropía gustaba de los viajes con su amiga Josefina la de Modesto y Cristóbal Ichi y su mujer. Josefina se coló en el cuartel de la Guardia Civil de Peñíscola creyendo que era una peluquería. El guardia de puerta le dijo que mirase bien por dónde andaba porque allí no manejaban cabelleras, sino cartucheras.
El hotel Peñíscola era el más lujoso de España, decían los fontaniegos que lo visitaban, que parecía norteamericano. Tampoco es que contaran con muchos más elementos de comparación, pero hubiese sido imposible que aquel lugar tuviese parangón en las tierras de España. Qué otro hotel iba a tener dos recepciones, una a la derecha y otra a la izquierda, dos bloques de hoteles comunicados por ascensores panorámicos desde los que ver toda la recepción y su suelo de mármol color marrón claro, un piano bar y varios establecimientos de hostelería, uno ambientado a la alemana, otro polinésico, otro italiano. El lujo de la galería comercial parecía mismamente sacado de las calles de Nueva York y trasladado a las orillas del Mediterráneo.
Despuntaba la modernidad de la clase media por el horizonte de Sierra Morena en forma de “merecidas vacaciones”. Vacaciones y merecidas eran dos palabras indisolubles en la España de entonces. Para la gente trabajadora siempre fueron merecidas, pero no hubo vacaciones hasta que los obreros ascendieron a clase media. La clase alta ya veraneaba dos siglos antes, en las playas de San Sebastián o de Estoril. La clase baja, extensa y alejada del mar como no fuese para emigrar, ni soñaba aún con disfrutar de aquello que entonces llamaban “merecidas vacaciones”. Lo hizo, pero a paso de tortuga o de Seiscientos, en Fuengirola, en Matalascañas, en Peñíscola o en Marbella.