Francisco Pacheco (1564-1644) fue un pintor y tratadista español, mayormente conocido por ser maestro y suegro de Velázquez y habitual policromista del escultor Juan Martínez Montañés.

Entre sus obras destaca el «Libro de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones»; un volumen de alto valor histórico en el que Pacheco recogió las semblanzas de personajes ilustres que conoció en la Sevilla del siglo XVI y XVII, a los que, además de retratar, dedicó elogiosas biografías que acompañaron y sirvieron de ilustraciones a las efigies de aquellos varones insignes en ciencias, letras y artes, como Fray Luis de León, Argote de Molina, Lope de Vega, Quevedo y hasta Felipe II.
En la obra se reproducen 56 retratos, en lugar de los 58 que en origen existieron, dibujados a lápiz negro y rojo, sobre fondo sombreado, pegados en las hojas que posteriormente se encuadernarían junto a las semblanzas y elogios.

La portada está fechada en 1599, año en el que Pacheco comienza un largo trabajo que ocupó los cuarenta últimos años de vida del pintor. En una fecha no conocida pero necesariamente situada entre abril de 1639 —última datación mencionada en el texto— y su fallecimiento en noviembre de 1644, Pacheco decide cerrar su libro, con la selección de 58 retratos. Para ello ordena la serie y numera de forma autógrafa a tinta los folios del libro y los retratos.

Un valiosísimo volumen cuyo original -con un valor histórico incuestionable- se conserva actualmente en la Fundación Lázaro Galdiano de Madrid y está considerado como el más bello del Siglo de Oro, no sólo por la singular calidad de los dibujos, sino también por la excepcional caligrafía, siendo siempre objeto de la preocupación del pintor, incluso dispuso en su testamento que los retratos se conservasen unidos y en el caso de ser vendidos por sus herederos lo hicieran al mejor postor.
Con la muerte de Francisco Pacheco en 1644 comienza un largo y extenso periplo en el que se le pierde la pista a esta magnífica obra durante dos siglos, en la que no pocos se empeñan en su localización.

El mundo de la cultura -donde muchos consideraban la obra por perdida y dispersos sus retratos- tenía referencias de libro por ser citada por Pacheco en su obra literaria «El arte de la pintura», considerado como el tratado artístico más importante del siglo XVII. Al parecer, con el deceso de Pacheco la obra pasa a una biblioteca conventual sevillana no determinada y siglo y medio después, con la entrada de los franceses en Sevilla durante la Guerra de la Independencia (1808-1814), llega a manos de un particular no identificado.

Es a partir de aquí donde comienza la estrecha relación entre esta importante obra del Siglo de Oro español y la localidad sevillana de Fuentes de Andalucía. Vivía en el pueblo como médico un erudito llamado Vicente Avilés Carbo, amante de las nobles artes de las letras, la historia y la pintura. Su particular afición y buen caudal económico, hicieron que Avilés resultara afortunado al presentársele la ocasión en torno a 1820 de adquirir a su anterior propietario el codiciado volumen de Pacheco. El licenciado Avilés era sudamericano. Había nacido en 1772 en Guayaquil (Ecuador), hijo de unos hacendados y que por causas no conocidas vino a España, incorporándose en abril de 1809 como médico titular a una plaza en Fuentes de Andalucía, donde contrajo matrimonio con la fontaniega María de Aguilar y ejerció la medicina hasta su muerte, residiendo en la entonces calle Mayor.

El médico de Fuentes, que en 1826 consta como Regidor primero del ayuntamiento absolutista de la época, escribía habitualmente y disertó en varias ocasiones en la Real Academia Sevillana de las Buenas Letras, donde ingresó como académico al ser elegido como tal el 22 de marzo de 1822. Entre sus trabajos leídos entre la citada fecha y 1839, el 11 de enero de 1828 presentó una memoria biográfica del poeta Baltasar del Alcázar, copiando casi en su totalidad el elogio que le dedicó Pacheco. Avilés no dijo nada del manuscrito de donde había tomado sus noticias, y solamente hizo varias indicaciones vagas sobre él.

En junio de 1830 Vicente Avilés es nombrado correspondiente de la Academia de la Historia, y agradecido a tal distinción corta del libro de retratos el de Benito Arias Montaño y lo envía a la Academia para que puedan realizar una copia del mismo destinada a ilustrar un trabajo sobre éste, volviendo el original a su emplazamiento en manos de Avilés.

Mucho se hablaba del «Libro de retratos» en esta época, mientras lo poseyó el médico de Fuentes. Algunos no creían que fuera el original, sino una copia; otros dudaban y solamente los que alcanzaron a verlo -bien es verdad que fueron muy pocos, porque Avilés no lo mostraba fácilmente- pudieron convencerse de que se había salvado esta inapreciable alhaja. Vicente Avilés fue muy comedido. Únicamente hay noticias por la bibliografía consultada de que tuvieron tal honor -a saber- Serafín Estébanez Calderón, que viniendo de jefe político a Sevilla se detuvo en Fuentes, y el fontaniego Francisco Iribarren, distinguido jurisconsulto de Sevilla.

Hasta tal punto llegó el interés por la obra, que personalidades de la cultura como el autor en materias de arte e historia de España Mr. Stirling de Keir, y después el escritor, dibujante y viajero francés conocido como el barón Taylor, en sus excursiones artísticas por España, traían noticias exactas del libro inédito de Francisco Pacheco, y firme propósito de adquirirlo para engalanar con tan primorosa joya alguna biblioteca de sus respectivos países.

Al parecer el inglés Stirling estuvo repetidas veces y por largas temporadas en Fuentes, pero ni el uno ni el otro lograron siquiera ver el libro objeto de su artística codicia.
En el año de 1839, hizo Avilés que el maestro de instrucción primaria de Fuentes de Andalucía le sacase una copia exacta al libro, y poco tiempo después desapareció el original y se perdió su huella tan completamente que muchos dudaban de que hubiera existido nunca. Avilés conocía el valor de la alhaja que poseía, y en diferentes ocasiones había estado en tratos con extranjeros para venderla.

Pocos instantes antes de su repentina muerte, hizo saber a sus herederos –sus sobrinos, los hermanos Aguilar Guillén- que había ocultado en un lugar seguro lo más preciado e importante de sus bienes: el libro de Pacheco y varias alhajas. El 27 de octubre de 1843 fallece Avilés a los 71 años de una inflamación aguda, y en los días posteriores sus herederos registraron cuidadosamente toda la casa de la calle Mayor, donde residía, sin dar con el codiciado tesoro, teniendo que contentarse con la copia que su tío sacara por lo que pudiera suceder. Además de la citada vivienda, y según consta en su testamento, Avilés poseía otras dos casas en la villa, una en la calle la Matea y otra en la calle Palma, así como un buen caudal económico.

Recibieron los sobrinos la visita de dos aficionados de Sevilla, Juan José Bueno y Francisco de B. Palomo, que emprendieron viaje a Fuentes con el único objeto de adquirir el libro. Inútiles fueron sus pesquisas, y hubieron de contentarse con que de la copia hecha por el maestro de instrucción se les permitiera sacar otra. Esta copia de la copia, es la que tuvo en su poder el citado Juan J. Bueno, durante algunos años, y últimamente donó a la Real Academia de la Historia.

Pasado un tiempo de la muerte de Avilés, tomó el relevo de los anteriores en la búsqueda el historiador y periodista sevillano José María Asencio Toledo, que pensó que quizás el manuscrito original se encontraba depositado fuera de la casa de sus propietarios y en consecuencia convino con un emisario que se alojara en el pueblo de Fuentes hasta dar con el paradero del mismo.

El enviado hizo sus averiguaciones entre los contemporáneos de Avilés, y los sobrinos de éste dedujeron que tanto interés e idas y venidas por el perdido tesoro dotaba al libro de un gran valor, por lo que ofrecieron en venta la copia del manuscrito por 600 reales de vellón. El comisionado se rió de la propuesta y regresó a la posada. Ya en ella, y después de maduras reflexiones de las cuales dedujo que debía perderse toda esperanza, escribió a Asensio, anunciándole su próximo regreso a Sevilla.

Desanimado, el posadero le cuestionó el motivo de tan prematura partida a lo que le respondió que había venido a un negocio que se había vuelto imposible. Al insistir el dueño de la posada en conocer lo que buscaba, el comisionado contestó que tanteaba un renegrido libro.
- «¿Un manuscrito?», replicó el posadero.
- «Eso es, sí señor, un manuscrito de Pacheco», y pronunció este nombre con voz apenas inteligible.

Al posadero se le cambió la expresión de la cara y contestó:
- «¿Y por qué no ha hablado usted desde el principio con claridad? Yo le hubiera dicho dónde se encuentra… Quién lo tiene es el señor arcipreste».

A parecer Vicente Avilés vendió el libro en vida por una suma considerable a un inglés que, de paso por el pueblo, se dirigía a Málaga, de donde debía regresar para recogerlo. No se sabe si cansado de esperarlo o por otro cualquier motivo, Avilés depositó en manos de uno de sus amigos el manuscrito y unas cuantas alhajas de bastante valor. Al día siguiente de haber hecho el depósito, Avilés murió de repente, y el amigo tuvo tentaciones de guardarse lo recibido para su custodia.

Y así fue. Esporádicamente hacía viajes a Sevilla, donde vendió una a una todas las alhajas hasta quedarse solo el manuscrito, que renunció a vender por no llamar la atención. La idea de quemar el libro cruzó por su mente como el mejor medio de resolver el conflicto en que se encontraba.

La muerte resolvió todas sus dudas, y su viuda al verse sola cargada con tan pesada responsabilidad tuvo miedo y quiso aliviar su conciencia entregando el libro a su confesor, el cura D. Gaspar de Atoche Muñoz, con encargo de restituirlo. El sacerdote se encontró bastante aturdido y perplejo, temiendo que los herederos de Avilés, al recibir de sus manos el manuscrito, le pidieran cuenta de las alhajas depositadas con él, y dudó mucho tiempo acerca del destino que le convenía dar a la histórica obra de arte.

A la mañana siguiente de su conversación con el posadero el emisario se presentó en casa del cura en cuestión, que era natural de Fuentes y vivía en la entonces nombrada como calle de la Matea (San Antonio) quien interrogado negó el depósito. El comisionado, seguro del hecho, no sólo no se desanimó, sino que hizo firme propósito de volver a la carga.

Pero para desgracia, el sacerdote D. Gaspar de Atoche murió en aquellos días –el 16 de mayo de 1849 de inflamación crónica del hígado- y en su agonía dispuso que el libro fuera entregado a los herederos de Vicente Avilés.

El enviado fue de nuevo al encuentro de los sobrinos, por si tenían nuevas noticias, y éstos lo recibieron con notables muestras de alegría y le ofrecieron la preciada obra por una cantidad de 12.000 reales de vellón, cantidad no exorbitante en relación al valor en sí de la obra. Consultado José María Asensio por el telégrafo, dio su consentimiento, y la compra se verificó en el acto, saliendo la preciada obra de Pacheco de Fuentes de Andalucía, donde había permanecido desde 1820 hasta 1864.

El hallazgo fue sonado en la época, y es a partir de 1867 cuando el nuevo propietario lo da a conocer, publicándolo por entregas entre 1881 y 1886 de forma facsimilar, en un alarde tipográfico para la época. José Lázaro Galdiano, último depositario de la obra, lo adquirió no antes de 1913 a José Asensio Caro, hijo del anterior propietario.
La prensa nacional de la época y publicaciones temáticas del mundo de la literatura y el arte se hicieron eco de tan valiosísimo hallazgo.

Existen dos ediciones modernas. Una con prólogo de Diego Angulo y publicado por la Previsión Española en Sevilla en 1983, y otra a cargo de Pedro M. Piñero y Rogelio Reyes, publicada por la Diputación de Sevilla en 1985.

Una crónica histórica, que más allá de una leyenda romántica del siglo XIX, es un relato verídico de una serie de acontecimientos en el que tomó parte Fuentes de Andalucía por medio del médico del pueblo Vicente Avilés.