¿Estaba loco el Matildo? Mi primer encuentro con él no fue precisamente tranquilizador. Allá por los años 1954 o 1955, un día de Jueves Lardero mi familia no consideró oportuno ir a la tradicional merienda en la Fuente de la Reina. Como en la calle había dos o tres colegas en las mismas circunstancias, decidimos que después de almorzar en casa, los que tenían con qué, nos iríamos a la Fuente de la Reina a corretear un rato. Mirando o corriendo detrás de no sé qué, creyendo que estaba en el camino del pueblo, me fui alejando de la Fuente.
Era una verea ancha que por lo que recuerdo discurría en ángulo recto, hacia la derecha, en relación con el camino de Fuentes. Primero tuve la sospecha, pero cuando miré a mi alrededor y no vi absolutamente a nadie tuve la certeza de que andaba completamente perdido y creo que me eché a llorar. Apreté a correr de puro canguelo, pero cuando vi que cuanto más avanzaba menos se parecía aquella verea al camino de Fuentes y, habiendo perdido todo punto de referencia, me paré en seco. Y sin saber qué hacer ni para dónde tirar, forzando la vista por ver si divisaba la Vapora o alguna señal por la que poder orientarme, vi al Matildo parado en medio de la verea a unos cuantos metros de distancia.
Allí estaba Manuel el Matildo con su viejo limentario, la chaqueta remendá, la gorra descolorida, la postura hierática con las dos manos apoyadas en la vara que le servia de bastón, barba de varios días o semanas, la mirada ausente y su sempiterna y burlona sonrisa, que nunca parecía ir dirigida a nadie en particular excepto a sí mismo. El Matildo tenía un mundo propio poblado de personajes que nadie más que el conocía. Aunque de vez en cuando pedía por el pueblo y hacia algunas extravagancias como pasar casa por casa devolviendo escrupulosamente a cada cual la moneda que le habían dado como limosna, si algún vecino le preguntaba el porqué de esta extraña conducta, él, o no daba ninguna explicación y echaba a correr o farfullaba alguna cosa ininteligible que en modo alguno era una respuesta a su interlocutor, se respondía a si mismo.
Cuando lo vi allí parado en medio de la verea, se me aflojaron las patas y, aunque mi intención era la de echar a correr, me quedé clavado en el sitio con un tembleque de la hostia. Él tampoco se movió ni un milímetro y aunque estaba mirando en mi dirección no me miraba a mi, sino a un lugar indeterminado, lo que me causó más pánico todavía. No sé cuánto tiempo permanecimos cada cual clavado en su sitio, pero el instinto me avisó que empezaba a oscurecer. Al final, arranqué a llorar a moco tendido. Manuel no movió ni una ceja. Yo me preguntaba cómo es que los amigos con los que fui a la Fuente la Reina no me habían avisado de que se marchaban.
La figura del Matildo me tenía tan atemorizado que no me percaté de que se acercaba un pastor con una piara de ovejas hasta que oí el ruido de los cencerros y los ladridos del perro. Cuando llegó a la altura del Matildo, el pastor, girando la cabeza hacia mi, le hizo un gesto que seguramente quería decir, Manuel qué hace aquí este mocoso. Como Manuel no decía nada, el pastor se acercó.
-Chaval, ¿qué haces aquí?
-Que me he perdío.
-¿Ande ibas?
-A Fuentes.
-Pues vas bien equivocado.
Después le dijo al Matildo
-Manuel yo no puedo dejar la piara sola, ¿por qué no coges a este chaval y lo pones en el camino de Fuentes?
El Matildo no dijo ni que sí ni que no. El que si dijo algo fui yo, que empecé a chillar.
-¡Con Matildo no, con Matildo no!
-Bueno, chaval, dijo el pastor perdiendo la paciencia.
-Tú quieres ir a Fuentes y este buen hombre te puede acompañar hasta la entrada del pueblo.
Como yo hiciera gesto de echar a correr, el pastor me dijo:
-Espérate, hombre, ya buscaremos otro apaño.
El apaño llegó al cabo de poco, pues por la verea apareció un hombre de campo montado en una BH de aquellas indestructibles. El pastor lo paró.
-Mira, fulano, este muchacho anda por aquí perdio. ¿Por qué no lo pones en el camino de Fuentes.
-Es que yo voy al Molino Viento.
-Hombre, tampoco tienes que desviarte tanto.
Al final, el hombre me dijo que me subiera en la bicicleta, en el cuadro, ya que en el porta maletas llevaba un saco, y echamos a rodar. Cuando estuvimos a la vista la Fuentes me bajé de la bici y me dio unas cuantas indicaciones para no volver a equivocarme y, al cabo de poco, ya estaba en la Vapora y se veían las luces del pueblo. Al toque de la oración entré por la puerta de mi casa. La mesa estaba puesta para la cena. No hubo preguntas, pues no era más tarde que otros días.
A la mañana siguiente, a los colegas les faltó tiempo para preguntarme ¿a dónde coño te metiste ayer? Iros a tomar por culo, pandilla de cabrones. Al cabo de un par de días les conté la aventura y hasta el domingo de carnaval que las murgas nos distrajeron no se habló más que del Matildo. Había versiones para todos los gustos. Que si está como un cencerro, que solo es un pobre más de los que andan por el pueblo, que si hacía cosas muy extrañas allí en la Vapora. Lo que parecía cierto es que ni robaba ni era violento.
A la puerta de mi casa se acercó pidiendo alguna vez. En las conversaciones de la familia a veces salía a relucir la figura del Matildo. A mí me decían que no hacía falta huirle, pero tampoco acercarse demasiado. Un día, a través de los patios oí que una vecina le gritaba a alguien ¡ay, Juanillo, qué ganas tengo de que venga por ti el coche de las tres emes. Las tres emes significaban Manicomio Municipal de Miraflores. Según contaban los colegas, había uno en Fuentes apodado el Tolito, al que un día le cogió un ataque de locura y cogía las Seras de carbón que igual pesaban ochenta o noventa kilos y las tiraba a lo alto del tejado de la casa como el que tira piedrecillas. Un día vino el coche de las tres emes y se lo llevó.
Otra mañana, al ir a la escuela, vi al Matildo parado en la encrucijá, allí donde se juntan la calle Lora, el Postigo y la calle Cruz Verde. Se tapaba las narices con gesto muy elocuente y con risas y gesticulación exageradas lanzaba este mensaje en las distintas direcciones, ¡"ojuuuu hay una peste en el pueblo que no se puede aguantar, yo me voy al campo!". Después de repetirlo varias veces echó a correr por la calle Cruz Verde abajo, supongo que camino de la Vapora. Alguien me dijo que el comentario estaba motivado por la presencia de aquel individuo que llamaban la Cochinita Perdía, que se dedicaba a recaudar lo que llamaban los arbitrios.
Esto sería atribuir al comentario del Matildo una intencionalidad política o social que creo que no tenía. El Matildo iba a lo suyo, que solo el sabía que era. La cuestión de la supervivencia no sé como la solucionaba, pues no robaba. Pedía limosna, pero sólo de vez en cuando y las más de las veces pasaba más tarde devolviendo con motivos poco entendibles lo que le habían dado. Aseguraban que se daba buenos atracones de higos chumbos, pero de esto no podía vivir todo el año ni mucho menos. Es posible que por los chozos le dieran algo de comida.
Mucha gente decía que era un buen hombre. Lo cierto es que en un tiempo en que la famosa ley de vagos y maleantes permitía toda clase de abusos, incluido el que viniera el coche de las 3 emes, te pusieran una camisa de fuerza y te internaran en el manicomio municipal, más tarde frenopático de Miraflores, lugar de tétricas resonancias. Allí, a la general ignorancia que había sobre las enfermedades mentales se unía el afán experimentador de algunos individuos con pocos escrúpulos, que por otra parte tenían carta blanca sobre los desgraciados que el sistema ponía en sus manos. Hay un artículo publicado en el Correo de Andalucía sobre el citado establecimiento que pone los pelos de punta. Al parecer, aunque ya no era legal, se practicaba a los internos la lobotomía y el electrochok. El Matildo tuvo suerte, pues bastaba que alguien hubiese puesto una denuncia alegando cualquier cosa para que hubiese venido a buscarlo el siniestro coche de las tres emes.
Al contrario que a otros, por ejemplo Gregorio y la Muda, al Matildo los chavales nunca lo corrieron a pedradas por las calles del pueblo. Tampoco tengo noticias de que pisara nunca el cuartel de la Guardia Civil. No sé si estaba loco o sabía hacer el loco. En todo caso, aparte de sobrevivir miserablemente en la Vapora, su locura no le acarreó males mayores, al menos mientras yo viví en Fuentes. Tal vez la razón de que lo dejaran tranquilo era que nadie lo tenía a su cargo y a nadie tampoco le preocupaba mucho que un día pudiera aparecer muerto en la Vapora. El motivo que tenía aquella vecina que con frecuencia le decía al Juanillo, a voz en grito, las ganas que tenía de que viniera a buscarlo el coche de las tres emes era que el tal Juanillo había tenido un ictus y a la vecina le resultaba muy trabajoso bregar con él. No le habría importado que se lo hubiesen llevado aunque fuese al manicomio con tal de quitárselo de encima.