Aquella figura que se paseaba por el ruedo con un pequeño y ridículo sombrero de ala ancha, cobraba un extraño aspecto cabalgando en la montura invisible de algún caballito de cartón, mientras disparaba balas de aire y silbidos con sus dedos retorcidos y vacíos a todo lo que se movía a su alrededor.
Quienes lo observábamos a diario sabíamos que aquellos juegos le hacían retener por momentos su impaciente infancia. Un día, mientras jugaba, se descabalgó intrépido con una ocurrente elegancia, se sentó a mi lado, y el loco comenzó a llorar. Desde hacía un tiempo había tomado la costumbre de introducir en el congelador casi todos los relojes que encontraba en su casa. Sus padres se extrañaban pero, como única flor de sus primaveras, lo abrazaban y lo dejaban. En otras ocasiones se esmeraba en quitarles las pilas, pararles las cuerdas o simplemente darles a las manillas hacia atrás.
“¿Por qué, para qué?” le pregunté. El loco se había percatado de que sus padres se hacían mayores y temía perderlos en cualquier pulsión de olas que vienen y, de golpe, no vuelven al vaivén, no vuelven a la mar. Y así, en su locura, se atrevió a desafiar. ¡Qué tierno me parecía aquello, y qué duro a la vez! Me entristecía al observarlo y me preguntaba si sus viejos padres tendrían el mismo miedo al paso del tiempo, a morir y dejar a aquel revoltoso velero varado en el puerto de la soledad.
Recuerdo que de niño a mí me pasaba algo parecido. En muchas puestas y ocasos me perdía el atardecer porque no quería ver morir el día. En la escuela evitaba poner fechas a los extensos dictados del maestro de Lengua porque temía que las hojas del almanaque cayeran como caían las de mi cuartilla. En ocasiones le ofrecía rezos absurdos al sol y le brindaba ofrendas de amapolas y margaritas campestres para que aguantara y no ocultara tanta belleza en la lejanía.
Mientras se alejaba, montado en su caballito soñado, pensaba que, en realidad, había hablado con alguien que lo fue y lo es todo para mí. El loco del ruedo, el loco que todos llevamos dentro. Me quería contar una cosa y, oyéndola, de pronto había sentido el peso de los años como losas de hormigón y llegaba a sentir el vértigo de la vida pasar como un caballo desbocado, mucho más indomable que su caballito de cartón.
A veces, de la manera más insospechada, el paso del tiempo hace presencia ante nosotros con un talante rotundo, casi feroz. Como un guantazo de aire frío y helado que nos corta la cara y nos deja aturdidos y desorientados. ¡Relojes en el congelador! No hace falta escudriñar nuestro propio rostro en el espejo cada mañana, ni descubrir nuevas arrugas y dolencias, ni asistir al progresivo envejecimiento de nuestros padres.
Tengo la sensación de que ha pasado una infinidad de años, y he vuelto a ver al loco... He intentado hablar con él. Ya no viste con la pulcritud de antes, en sus silencios cuelga el desconsuelo, ya no juega como antes, ahora su caballito cabalga por el cielo junto a sus padres que ya murieron, y desde entonces no recibió otro calor, ni otras caricias, ni otros abrazos, su mirada parece agua de deshielo… Y me ha sacudido un escalofrío que me ha recorrido la espalda hasta alcanzar lo más hondo del pecho. Como un guantazo de aire frío y helado que nos corta la cara y nos deja aturdidos, desorientados y un poco deshechos.
Mientras se aleja lo observo con una curiosidad que intimida, y pienso que sólo somos verdaderamente conscientes del transcurrir cuando nos ocurren historias así, como la del loco del ruedo. Sentimientos, reencuentros, olores, lecturas, paisajes, películas, miedos… A veces qué monótonos se hacen algunos días y, sin embargo, qué cantidad de cosas suceden en un puñado de años.
La vida, sus ciclos y sus momentos. Esos que, de repente, una tarde cualquiera, se presentan en tu peregrinar y te recuerdan la mota de polvo que somos, lo efímero y frágil que es todo y lo implacable que es el paso del tiempo. Y entonces nos acordamos del loco del ruedo, de ese entrañable loco que todos llevamos dentro.