Este pasado jueves, cuando estaba junto a la puerta del registro municipal, en plaza de Andalucía, una llamada al móvil me trajo la voz profunda del alcalde para ponerme en alerta: “Una noticia tengo que darte. Las mujeres del Aguaúcho han sido encontradas en la última fosa que se estaba excavando en Cañada Rosal”. Un temblor recorrió mi cuerpo. No supe si reír o llorar. Sentí la alegría y la nostalgia. Vinieron a mí los recuerdos de todos aquéllos que habían trabajado a mi lado -o yo al lado de ellos- buscando los cuerpos de las personas asesinadas en el verano del 36: Pablo Caballero, Francisco Campos, Miguel Villarino... A mi mente se acercaron las imágenes de los familiares que conozco y con los cuales me relaciono. Se van a alegrar por haber encontrado, tras 88 años, a sus seres queridos. Ya podrán visitarlos, podrán llevarles flores. Ya podrán… Nueve restos, nueve pensamientos de recuerdos.

La mayoría de los familiares vivos no las conocieron, la mayoría de las gentes que viven en Fuentes no saben cómo eran físicamente. Pero todos las tenemos como un símbolo de resistencia y de coraje dentro de su humildad, sencillez y debilidad para defender unos valores y unos principios en los que creían, en los que hubieran desarrollado sus vidas, truncadas por las balas asesinas. Ochenta y ocho años de abandono, de pérdida de identidad, extraviadas en una tierra extraña, abandonadas, sin nadie que les llevara un recuerdo. Soledad eterna. Sus verdugos, sin condena. Qué injusta es a veces la vida. Qué crueldad.  Qué solas se quedan las muertas. Solas hasta ahora que las hemos encontrado después de tanto tiempo. Ya no estarán solas. Ha sido de golpe, de sopetón. ¿Qué nos toca ahora sentir? Alegría por haberlas encontrado, tristeza por haberlas dejado tanto tiempo perdidas.

Vamos a recordar cómo ha sido posible el reencuentro. La primera fosa excavada para buscarlas se encontraba en la finca del Aguaúcho, lugar donde se habían producido las acciones de ultraje a las jóvenes fontaniegas y donde, según el devenir histórico, las mujeres del pueblo habían transmitido la idea que estas jóvenes habían sido arrojadas al pozo que poseía el cortijo de la finca. El lugar está localizado en el término de La Campana, junto a la carretera A-456 y a poca distancia del cruce con la A-4. Pertenecía al cortijo de las Monjas y, al menos hasta el año de 1956, mantenía en sus terrenos un pequeño cortijo dedicado a las actividades agrícolas. En la actualidad no existen restos de edificación alguna.

En esta excavación se tuvo que utilizar maquinaria pesada para poder remover la tierra que rodeaba el pozo y poder llegar hasta su fondo sin dañar en lo más mínimo su estructura para evitar que los posibles restos sufrieran algún deterioro. Se profundizó y removió la tierra hasta una profundidad de nueve metros. Enorme cantidad de tierra fue depositada a su alrededor. Apareció el pozo. Se desmontó piedra a piedra, pero allí no estaba ninguna de las mujeres que faltaban en Fuentes.
Al darnos la arqueóloga la noticia, un silencio sepulcral recorrió la tierra que nos rodeaba. Caras de estupor, caras de desánimo, los ojos llorosos, la incredulidad reflejada en los rostros. Los ojos de Pablo Caballero se volvieron vidriosos y con voz entrecortada dijo “Me llevaba a todos sitios con ella, siempre en brazos, me acuerdo cuando me cogía de la mano”.

Los asesinos no sólo sentenciaron y mataron a las jóvenes fontaniegas en una noche de agosto, sino que engañaron a todo un pueblo, a su pueblo. ¿Dónde estarán? Nuestras miradas se dirigieron entonces al cementerio de La Campana. No había que perder la esperanza. Se tomaron muestras a los familiares para relacionarlas con las muestras de los restos encontrados en el cementerio de este último pueblo, pero nada, nada de nada. Nada nos permitía seguir su rastro. Sólo un milagro podía llevarnos a retomar el camino.

Ese milagro ha ocurrido ahora en Cañada y eso nos lleva a remontarnos a aquella terrible noche estrellada de agosto de 1936. Noche apacible de verano. La tarde había ido perdiendo su luz y, con ella, el calor se fue esfumando. Las fuerzas fascistas rompieron la monotonía y tranquilidad de aquellas apacibles noches. Las cárceles de la villa estaban repletas de humildes paisanos, de jornaleros y obreros, de mujeres sencillas, de jóvenes de ambos sexos, cuyo delito había consistido en defender con su voz o sus actos el honor republicano.

Día antes, en las primeras semanas de agosto, los miembros de la Falange y de la Guardia Cívica se habían dedicado a detener a varias jóvenes del pueblo: Joaquina Lora Muñoz, joven de 18 años, por haber participado en el Jueves Lardero que el alcalde había organizado para celebrar el triunfo del Frente Popular en las elecciones que días anteriores se habían celebrado en toda España, portando banderas y símbolos republicanos. Las hermanas Dolores y Josefa García Lora, por haber bordado una bandera republicana y a su hermana menor Coral, de tan solo 16 años, por no querer desprenderse de sus hermanas, sin ningún tipo de acusación. Josefa González Miranda por la misma razón de haber bordado una bandera republicana. En la cárcel se juntan con María Caro, Manuela Moreno y María Jesús Caro que han sido detenidas por parecidas causas y acusadas de la defensa del poder legítimamente proclamado por el pueblo y con María Lourdes León, afiliada al PCE.

La Guardia Cívica las condujo a su cuartel general, situado en el cortijo de Las Monjas, ubicado en el cruce de la carretera nacional IV con la carretera de La Campana. También era vox populi que aquella noche los asesinos, deseosos de diversión, cargaron a mujeres, la mayoría jóvenes, en un camión con la intención de organizar una fiesta en el cortijo que les servía de cuartel general. Una vez allí, las obligaron a preparar la mesa con las viandas que iban a deglutir, regadas con abundante vino, y a servir la mesa, completamente desnudas. La fiesta fue subiendo de tono conforme los efluvios etílicos se iban apoderando de la voluntad de los guardianes y las acciones ultrajantes contra aquellas indefensas mujeres iban creciendo y aumentando su cadencia al mismo tiempo que se intensificaba el miedo, el desasosiego y la incertidumbre entre las detenidas.

Como allí vivían el guarda y su familia, para evitar testigos, cogieron a las detenidas, las volvieron a subir al camión y tomaron dirección a La Campana. Al llegar a un kilómetro aproximado del cruce, en un lugar denominado “El Aguaúcho”, se desviaron hacia el cortijo, casi abandonado ya que servía para guarecer el ganado. Una vez allí, alejados de posibles incómodos testigos, uno tras otro se dedicaron a maltratar, violar y sodomizar una a una a las jóvenes, sin importarles para nada los lamentos, los llantos y la petición de clemencia que las gargantas de unas jóvenes, casi niñas, pedían. El horror hizo presa de aquellas maltrechas mujeres. Tras su vil acción, las asesinaron a sangre fría e hicieron desaparecer sus cuerpos. Sólo una de ellas, criada de un magnate local, se libró por mediación de su mujer de ser sometida a los tormentos.

Pero la noche, por muy oscura que parezca, siempre es testigo de los hechos. Aquella vil acción no podía quedar oculta para la historia. Así, Rafael Aguilar y su mujer, que vivían en un chozo cerca del lugar, en el silencio de la noche, pudieron escuchar los horribles gritos que salían de las gargantas de las mujeres y ser testigos mudos por el miedo de aquella atroz barbarie.

Al día siguiente, los que habían participado se pasearon por las calles del pueblo montados en un camión, cantando el “Cara al Sol”, himno de Falange Española, y mostrando como trofeos de guerra las bragas y los sujetadores de las mujeres a las que había maltratado física y moralmente antes de morir, amarrados en la punta de sus fusiles. Todos supieron de su acción porque aquellas bestias -ningún hombre que participa en estas bárbaras y condenables acciones puede ser considerado perteneciente al género humano- en su afán de vanagloria gritaban “¡Esta noche hemos tenido carne fresca!”

Esta historia, aunque oculta muchos años, fue trasmitida, sobre todo por las mujeres, que en las noches de invierno, al calor del fuego, la contaban a sus hijos para que nunca se olvidara lo que pasó aquel verano de 1936. Ahora podemos comprender la famosa frase de Unamuno a Millán Astray en la Universidad de Salamanca cuando dijo “Venceréis, pero no convenceréis”. Porque lo que se impone por la fuerza, la violencia, el terror y la muerte no puede servir de abono para las nuevas generaciones y sí de caldo de cultivo para futuras acciones de represalia. Por suerte han pasado los suficientes años para evitarlas, pero no los suficientes para olvidarlas.