Camino por la calle concentrado en el gobierno de la república de mi mente. No hay mayor relación íntima que la que se tiene con el propio cuerpo. No nos podemos mentir, hacerlo, caer en el autoengaño, es caer en la estupidez. No hay trolas ni embustes que se le puedan plantear a la razón, porque somos testigos de lo que nos sucede. Todo lo que nos ocurre parece haber sido trazado con anterioridad y a veces es así porque somos nosotros mismos los que nos empeñamos en marcar con rotulador rojo líneas ascendentes en el mapa de nuestra vida. Líneas que nos llevarán al éxito anhelado. Claro que muchas veces nos equivocamos de meta y por eso la decepción nos gana la partida. O acertamos y es aún peor. Hay que tener cuidado con lo que se desea.
Uno piensa y programa, planifica castillos de aire que se derrumban y los sueños caen deshechos sobre la acera convertidos en arena ¿Cómo es posible el fracaso cuando el esfuerzo es gigantesco, cuando la competencia es mínima, cuando el viento sopla a favor? Entonces, cuando casi se saborea el triunfo, es cuando llega el momento crítico. En ese mágico instante salen los duendes invisibles cuya única misión es hacer la puñeta. Aparecen los imponderables, los detalles no calculados, lo imprevisible por improbable, el optimismo nos hace ver el vaso medio lleno, pero un optimista es un pesimista mal informado.
Nunca sabemos cómo reaccionar ante lo imprevisto porque desconocemos su trascendencia. Algo inesperado con aspecto de catástrofe puede ser la salvación o el desastre definitivo. Buscamos el equilibrio argumental, la lógica pragmática, nos ilusionamos con un cielo raso, pero siempre llega el “Tío Paco” con las rebajas. A veces el descuento es del 100% y llega la tormenta inoportuna, el dañino pedrisco que destroza lo sembrado. No existe la suerte, sólo existe la mala suerte que, como si fuese un banco de pirañas, no suelta la presa hasta arrancar bocado. La fatalidad siempre saca tajada.
Será por la dichosa serendipia o tal vez por el aleteo de una mariposa Monarca que se desvía de su ruta hacia el lejano norte. O quizá porque el Papa Francisco esta mañana decidió desayunar pan con chocolate en lugar de café con leche. No se sabe, es uno de los misterios de la vida, pero el hecho es que todo puede irse al garete en un segundo. El éxito y el fracaso son hermanos siameses. Al llegar a un paso de cebra nos detenemos o seguimos andando, es una decisión casi involuntaria, como si alguien nos aconsejara al oído, puede no pasar nada; cruzamos, un vehículo se detiene, lo normal. Pero… ¿y si no lo hace y si el coche no para, pero justo una fracción de segundo antes, hemos dejado de caminar sin razón aparente? ¿Qué ha detenido nuestro cuerpo, la intuición? Eso se podría calificar de suerte, no buena, sólo suerte. Cada paso, cada decisión que tomamos por nimia que sea, tiene consecuencias. A veces no somos conscientes de su trascendencia.
Un día lejano, quedamos con una chica, nos encanta, va a ser maravilloso, pensamos. Un atasco por culpa de una tormenta imprevista retrasa el encuentro, al llegar con una hora de retraso, la chica no está. Decepcionados entramos en un bar y conocemos a otra chica y quedamos en vernos otro día. La cosa funciona y acabamos compartiendo la vida ¿Qué habría pasado de no fallar el hombre del tiempo en sus predicciones? ¿Qué habría pasado si no hubiese habido tormenta, si no hubiese habido un atasco monumental? De haber llegado al punto de encuentro con puntualidad, no habríamos conocido al amor de nuestra vida. Podríamos incluso habernos engañado a nosotros mismos creyendo ser felices por no haber llegado tarde a aquella cita. Eso más o menos es lo que cuenta magistralmente Edgar Neville en “La vida en un hilo”. Una decisión tomada a la carrera, sin mucha reflexión, puede determinar el resto de nuestra vida.
No tengo ni idea de en dónde están las intersecciones del camino de mi vida, dónde las bifurcaciones ineludibles en las que hay que decidir entre blanco y negro, entre gris o beige, entre el yin y el yang. Tal vez eso sea lo interesante de vivir, la sensación de vértigo, de riesgo permanente, la improvisación continua, la grata sorpresa de lo imprevisto o la ingrata sorpresa de lo imprevisto. Finalmente uno tiene la sensación de ser una marioneta, “un juguete del destino”. Te preparas para levantar pesas y el destino te pone a correr los ciento diez metros vallas. No sé por qué pienso en estas paridas, porque nada puedo hacer ante los puñeteros imponderables. Será cosa del insomnio, o tal vez del calor nocturno típico de esta época del año, eso o que una mariposa Monarca, desoyendo su instinto ha decidido volar por libre.