Me deleita la novela histórica y sobre todo aquélla cuyos personajes no son ficticios. Es complejo escribir el pasado cuando no tienes cartas, documentos o fotografías en blanco y negro o sepia. Pero el imposible no existe cuando echas mano del legado, de los ibn (del árabe, "hijo de"). En Andalucía es muy usual utilizar el prefijo patronímico. Sí, aquél que designa que se es hijo de un cierto apodo. Yo soy Manuel, ibn de Francisco, ibn de un emigrante, ibn de un fontaniego, ibn de un Bubito. Comienzo este escrito con un título, "la estela de un recuerdo", que no es mío. Lo tomo con permiso. Es el título de un libro de Almudena de Arteaga, reconocida escritora española, pero más conocida actualmente por ser la duquesa del Infantado.
Almudena de Arteaga recurre a un legado documental familiar para adentrarse en la narrativa de un sentimiento amoroso, de una bella historia de amor familiar apta para románticos y acaecida en la última época más gris de nuestro país, la guerra civil. Yo carezco de legado nobiliario, de legado patrimonial y de legado documental, pero no por ello me alejo de una estela diferente, que es la del recuerdo, la del legado oral contado de padres a hijos.
Soy hijo de lo común, de las manos labriegas de las tierras del Castillo de la Monclova, aquellas que primaron antes que los motores a combustión, rodamientos y engranajes. Por ello tengo una estela y acudo al recuerdo de las batallitas que he escuchado durante largo tiempo.
Estos días se escriben en este periódico alusiones al terrible episodio de la expulsión de los últimos colonos de las tierras del Castillo, pero antes de los últimos fueron los primeros: Año 1954, Francisco tenía cuatro años, era hijo del cortijo Cuarto de la Casa formaba parte de una familia de siete hermanos y hermanas. Sin conocimiento de causa, los primeros colonos de las tierras de la Monclova son convocados al desahucio por un subarrendador. Lejos de su visión de una vivienda digna como lo era una choza ( al más puro estilo casa de pueblo íbero ) veían como un día un tractor les tiraba los cuatro sombrajos de su sustento. Poco pudieron hacer un Bubito, un Caco y un Guerra cuando acudieron a un abogado de Écija para intentar no ser expatriados al pueblo.
El ducado consigue sus aspiraciones, apoyado por un régimen dictatorial, el cual, lejos de auto proclamarse monárquico, acepta como pareja de baile durante largos años. El perdedor siempre es lo común y por ello esas familias expulsadas se dedican a hacer cisco en la sierra de Constantina para poder llevar algo a sus bocas y protección, con harapientas vestiduras.
Por interés, el guarda del Castillo ofreció recoger cisco en sus condominios y es de esa forma cómo los primeros colonos expulsados vuelven a la Monclova, pero esta vez con otras funciones y con menos derechos. Al paso de los años te ofrecían el puesto de manijero, a la vez que la de labriego, para llevar la cuadrilla de mujeres en las funciones de escardar, entresacar algodón, maíz y girasoles.
Es entonces cuando Francisco, con nueve años, edad en la que toda niña o niño debería estar ocupando su tiempo en el estudio y juego, se dedicaba a trabajar de sol a sol escardando trigo en el llano del Pintao. Y de noche luchaba contra el sueño, en la calle San Sebastián, recibiendo clases del “maestro” Perro Gato. Dicho maestro, aunque no tenía título, acogió a unos pocos chavales en plan docente popular, para adentrarlos en el mundo de las letras y las ciencias. Más adelante, en la calle Palma, un ex seminarista apodado el Chirri, fue el que le otorgó la maestría a aquella corta vida estudiantil.
Hasta los quince años, Francisco trabajó plantando olivos y eucaliptos en los terrenos de lo que hoy es la planta solar, hasta que Manuel, el encargado de aquellas tierras, pidió al padre de Francisco que fueran a trabajar a la finca Ribera Alta de Alcolea de Córdoba, también del duque.
Durante tres años, hasta la mayoría de edad, Francisco sabía que eso no era un futuro digno, sino una situación más propia de una colonia esclavista que de una tierra de oportunidades.
Tiempos de grandes migraciones y arrastrado por otros familiares, empaquetó sus cuatro cachivaches y emprendió rumbo con el “Catalán” hacia la ciudad Condal.
Hoy en día sigue recordando sus descansos de niño entre tajo y tajo, bajo un eucalipto allá por tierras del castillo, como un acto de sosiego y de paz interior. Una estela que le invita a hacerse presente sin ser expulsado de una tierra que le vio nacer. ¿Es posible que un día los expulsados por aquel entonces caminen libremente por caminos y senderos como hijos de sus entrañas?
Retomo la estela del recuerdo, la de Almudena o la mía propia, dos familias, dos paradigmas opuestos, dos destinos muy alejados, pero los dos con algo en común: el origen, el amor a una tierra que te pudo ver nacer en un chozo o en un castillo, en una caja o en una cuna de paños de algodón.
Son tiempos de mirarse sin acritud, son tiempos de mirarse uno frente al otro, de vestirse en la misma mesa con trajes de galones o de uniformes de trabajo. Si un republicano puede vivir en un país monárquico, un monárquico puede también escribir y sentirse jornalero en los años 60.
Haciendo alusión a Emilia Pardo Bazán, hija de nobles gallegos y sonada por lo del pazo del Pardo (residencia arrebatada a sus herederos por los Franco) revolucionó las letras y las artes de su tierra. Sin no dejar de citar su lucha por los derechos y libertades de las mujeres.
¿Es posible que la estirpe de la nobleza fontaniega actual llegue a un punto de inflexión y haga honor al reconocimiento de los hijos e hijas que pasaron por sus tierras de rastrojos? Claro que es posible, con una invitación al encuentro y al diálogo.