Después de comer, el calor y la falta de sueño nocturno hacen que la siesta sea inevitable. No una siesta de pijama y orinal, pero sí una cabezadita en el sillón de orejas. Para conciliar el sueño de una manera eficaz, lo mejor es ver la tele, no hay mejor somnífero. Andaba yo cogiendo postura, y en esto me vi en una guerra medieval, justo cuando un ejército sitiaba la ciudad. Unas huestes bien pertrechadas blandían espadas relucientes, armaduras relucientes y hasta elefantes relucientes. Un mar de estandartes ondeaban al viento, desdibujando el perfil de las colinas circundantes.
Los tambores resonaban como los truenos en una tormenta seca, multiplicando el miedo colectivo. Los proyectiles disparados, venablos y bombardas, golpeaban con celo las murallas desgastadas por la temperie. Pregoneros autorizados gritaban, exigiendo entre insultos la rendición de la plaza desde torres de madera que hacían las veces de púlpitos. Decían que todo era por nuestro bien, que querían liberarnos del yugo del tirano usurpador.
Para convencernos amenazaban con dejarnos sin pan ni agua. Estaban dispuestos a todo, tenían el dinero suficiente, el poder y lo más importante, una total ausencia de escrúpulos para hacer lo que fuese necesario para rendir la fortaleza. No les gustaba nuestra forma de vida, aunque no teníamos una sola, sino muchas. Quizá eso era lo que más les molestaba. No les gustábamos y aun así querían gobernarnos a toda costa. Los caballeros se golpeaban el pecho con las espadas en actitud desafiante. El ruido era enorme, el hedor insoportable. Los augures habían pronosticado el fin. No se perdería la batalla, ni siquiera habría batalla que librar. Todo estaba decidido. En esto, nadie sabe cómo, un caballo blanco pudo salir de la ciudad en dirección a las colinas. Los arqueros trataron de abatirlo, pero el corcel parecía volar, parecía Pegaso, era una aparición entre la niebla, un sueño dentro de otro.
Me desperté sobresaltado, pero aliviado al comprender que todo había sido una horrible pesadilla. Dormir poco no exime a nadie de sufrir la parte más oscura de los sueños. Me sentí feliz porque ninguna horda medieval amenazaba mi casa, mi salud, mis derechos, mi cultura, en fin, mi vida. Una sonrisa ancha se dibujaba en mi cara. Hasta el café vespertino sabía mejor. Lástima que la tele no hubiera cambiado en absoluto. Los problemas no se habían solucionado tras mi pesadilla, ni mucho menos. El mundo seguía siendo un monopoly en el que siempre ganan los mismos.
El dinero y sus sacerdotes, el egoísmo, la ambición desmedida, el ansia de poder y la desconsideración siguen tan frescos como siempre. La infame guerra persiste, el Mediterráneo es cada vez menos azul, coloreado con la sangre de muchos desgraciados; las olas devuelven los cuerpecillos de niños que se ahogaron junto a sus padres. La intolerancia encuentra las justificaciones más peregrinas. No hay espacio para el debate público, lo importante es la no boda de Rosalía y el fútbol, claro. No es que haya descubierto que al despertar se me ha resuelto la vida. Mi ingenuidad no llega a tanto. No me ha tocado la lotería, ni me han perdonado la hipoteca, ni me han publicado un libro con las tonterías que escribo, ni siquiera ha pasado de moda el reguetón.
Los protagonistas de los malos sueños siempre son monstruosos, por eso duermo con un ojo abierto, atento a los voceros que siguen vendiendo falacias, haciendo pasar el atún por betún, sisando en la báscula. Hablan sin parar del monstruo de Frankenstein, pero a mí me da mucho más miedo Drácula, porque además de chuparnos la sangre, corremos el peligro de convertirnos en vampiros como él. La conversión está a la orden del día. Sé que los perros no se atan con longaniza, ni este es un país multicolor habitado por la abeja Maya. Los problemas son gigantes, sí, pero llevo conmigo el espíritu combativo de Don Quijote y la sensatez de Sancho Panza. Quiero usar los molinos gigantes para lo que sirven, para hacer pan.
Con mucho esfuerzo, nuestros mayores nos legaron un país pujante y democrático, pero siempre está en peligro. Las criaturas de la noche más oscura acechan. Por eso el valiente caballo sin alas de mis sueños me hace sentir libre en la pesadumbre. Quiero galopar libre por las tierras, las tierras de España, esas que algunos creen suyas por derecho de conquista.
“A galopar a galopar, hasta enterrarlos en el mar”
(Rafael Alberti)