Le llamábamos el bulevar por puro esnobismo, pero en realidad no era más que un culo de almacén. Un culo de almacén que habría hecho las delicias de cualquier rata de biblioteca por la cantidad y variedad de libros interesantísimos que allí se amontonaban. Muchas colecciones en edición de lujo. ¿Cómo fueron a parar allí? De muy diversas maneras. Cuando me hice cargo de aquel almacén, allí había depositados, según el inventario, unos ocho millones de libros estibados en unos ocho mil palés. ¡Ocho millones de libros! Aquella ingente cantidad de cultura plasmada en tomos era propiedad de tres grandes editoriales, producto de las devoluciones de quioscos y librerías. En resumen, el material no vendido en su momento. Aquellas editoriales contrataban la gestión del almacenaje de los libros con la empresa para la que yo trabajaba.

A mi llegada a la empresa, la situación del almacén era un caos total y la mitad del material reflejado en el inventario estaba en paradero desconocido. Es decir, había unos cuatro mil palés para los que el inventario daba una ubicación concreta, pero pronto pude comprobar que era errónea. Otros cuatro mil palés decía el inventario que estaban ubicados en "el bloque". Cuando pregunté qué era "el bloque", me respondieron que eso, "el bloque". Así que lo primero que hice fue decirle al patrón que si aquello tenía que funcionar de forma razonable lo primero que había que hacer era desestibar todo el material y hacer un inventario físico.

El patrón me preguntó ¿y eso qué es? Pues echar todo el material al suelo, identificarlo, contarlo unidad por unidad, paletizarlo en las condiciones más favorables posibles para el cliente, documentarlo, asignarle ubicación, volverlo a introducir en el sistema informático, estibarlo en la ubicación asignada y confeccionar un inventario real que permitiera la correcta gestión, o sea entradas, salidas, preparación de pedidos, manipulaciones y cualquier otra actividad que tengamos concertada con el cliente.

Pero esto costará dinero, me dijo el patrón. Por supuesto, habría que contratar unas treinta o cuarenta o personas y puede que tardemos un mes. Durante este tiempo, hay que comunicar a los clientes que el único movimiento de almacén que puede haber son las entradas, que ya las daremos de alta directamente en el nuevo inventario, previo recuento del material unidad por unidad. Al contrario de lo que pensaba el patrón, los clientes acogieron con satisfacción esta iniciativa, pues años de negligencia por parte de los empleados y de sobornos por parte del patrón habían llevado a un  descomunal descuadre con los inventarios que el cliente llevaba por su cuenta, a tardanzas intolerables, de hasta meses, en el servicio de los pedidos, a faltas injustificadas de material que luego aparecían por un rincón del almacén, etc. Era tanto el desmadre, que pensaron que un inventario físico podía constituir un buen punto de partida para una reconducción de las relaciones, siempre que nosotros corriéramos con el coste de la operación.

Se mostraron reticentes sobre el tiempo que tardaríamos, pero al final entendieron que la operación requería el tiempo solicitado. Así que contratamos a las personas necesarias y empezamos el inventario. Aunque el producto pertenecía a solo tres editoriales mayoritarias, en el recuento fueron saliendo, no cientos, sino miles de libros y revistas de todos los precios, autores y estilos literarios, pertenecientes a un montón de grandes, pequeñas y minúsculas editoriales que las librerías y quioscos habían incluido en las devoluciones documentándolos como libros pertenecientes a una de las tres editoriales y que a su vez nuestros clientes también tenían mal documentados en sus respectivos inventarios. Preguntados los clientes sobre qué política seguir con estos miles de ejemplares, la respuesta unánime fue que se confeccionara una relación detallada, indicando la procedencia, porque seguramente los habían abonado como otra cosa y probablemente pasarían el correspondiente cargo a las librerías o quioscos correspondientes.

En cuanto al material, dijeron simplemente que lo guardáramos, de momento, por algún rincón del almacén, sin aceptar ningún cargo en concepto de depósito, aunque eran un número considerable de palés, hasta que ellos aclarasen la situación con sus respectivos clientes. Mientras tanto, el material estaría ocupando un espacio nada despreciable en un almacén sin pagar un duro. Esto al patrón no le hacía ni puñetera gracia, pero dada la parte de responsabilidad que tenía en el asunto, decidió callar y tragar.

El “rincón de almacén” donde se guardaron estos miles de libros que nadie reclamó nunca lo bautizamos como el "bulevar de los libros perdidos". Allí habitaba la flor y nata de la cultura literaria de mundo entero. Aquel curioso bulevar, que algunos debían considerar un monumento a la cumbre de la literatura, era frecuentado por todos los empleados, que siempre encontraban ejemplares para adornar los anaqueles de sus bibliotecas particulares. Los ejecutivos de la empresa huroneaban por allí en busca de "El Príncipe", de Maquiavelo, ese tratado sobre el poder que, desde su aparición en el siglo XVI, apasiona tanto a políticos como a directivos ambiciosos. El bulevar era de los libros perdidos, pero no olvidados.

Pero acabamos el Inventario y la primera medida que tomó una de las grandes editoriales que tenía depositado un voluminoso fondo en nuestros almacenes fue ordenar la entrega para su destrucción, certificada ante notario, de 400.000 unidades de la colección "Historia de la literatura", edición de lujo. Ni que decir tiene que me sorprendió muchísimo la decisión del cliente y no me abstuve de preguntar al responsable de la editorial cuál era el motivo de tamaño disparate. La respuesta me dejó perplejo: el papel usado había subido a treinta pesetas el kilo y, a ese precio, la editorial ganaba más dinero vendiéndolos como desecho que como libros a posibles lectores.

Finalmente, dejé la empresa y no sé que fue de los insignes habitantes del bulevar, pero el recuerdo de aquella irracional respuesta sobre el valor del papel usado me ha acompañado hasta nuestros días. Resulta que, en según qué circunstancias, tiene más valor el papel que el contenido que transmite. Exactamente, en aquel momento, el papel se pagaba a 30 pesetas el kilo. Lástima que el conocimiento, el pensamiento, las ideas, la imaginación, la creatividad... carezcan de peso y no sea posible triturarlo, hacerlo pasta moldeable y venderlo como nuevo.