Es más fresco el aire húmedo y salado a ras de mar. El horizonte se aleja a golpe de vista, el mismo que parecía acercarse cuando era un niño y un mundo remoto y desconocido parecía preguntarme algo batiendo olas, esperando una respuesta. Surcando la arena paso a paso, trato de imaginarme a alguien que, como yo, esté mirando más allá, más al sur, en la otra orilla del Mar de Alborán, el zaguán del Mediterráneo. Quizá ese alguien me esté imaginando a mí, tratando de ponerme voz y cara. Tal vez en este instante los dos nos estemos mirando sin vernos, quizá sea mi reflejo, quizá sea yo el suyo. Es posible que ambos seamos caras simétricas de un mismo espejo que divide la realidad en dos hemisferios ¿Cuántas personas estarán oteando horizontes marinos en este momento sin encontrarse?

Un barco camino de Algeciras, cargado de manufacturas que pronto serán deshechos, se interpone entre mi reflejo y yo. A solas en la playa puedo fantasear lo que quiera, ya sea real o imaginario. No me importa si lo que pienso es razonable o no porque imaginar es como amar, no es restringible, no se puede prohibir. Nadie conoce los flujos bioquímicos del alma, nadie sabe por dónde fluyen nuestros anhelos profundos, no hay nada más cercano, nada tan íntimo. Con los pies clavados en la arena, me siento, durante un instante, el único ser sobre la Tierra, capaz de crear lo que quiera sólo con cerrar los ojos, a veces me basta con entornarlos. Los deseos son castillos que toman formas precisas en el aire, con arena, agua salada y brisa marina.

Miro una tras otra las olas, podría estar así durante horas, noto su magnetismo, es como mirar el fuego, siempre igual, nunca parecido, siempre inquietante. Vivimos en los intervalos de las olas, vivimos a pesar de nosotros mismos, consentidos por la mar, consentidos por la vida. El tiempo nos consume, grano a grano, en nuestro reloj de arena. La maquinaria del cuerpo sigue funcionando aunque haya piezas desgastadas por el uso. Aun así la curiosidad nos obliga a resistir, mientras pensamos: ¿cómo será la próxima ola?

Somos robinsones de nosotros mismos que hemos sobrevivido a nuestros sueños, a los imponderables, a la mala suerte, a la imaginación desbordada siempre optimista y generosa, engañosa por idílica. Ponemos mucho esfuerzo en no hundirnos, en flotar, en sobrevivir, en lugar de hacerlo en vivir. Corremos un maratón, una competición cruel y exigente con el final asegurado, de la que sólo nos libra la belleza, la risa y el amor. Sin suspiros ni respingos, sin la piel erizada, no sirve de nada contar las olas. Flotar no es vivir, es ir a la deriva.

Por eso procuro agudizar la vista buscando la belleza que a veces se encuentra lejos, más allá del horizonte, pero otras, las más, se encuentra a tiro de mirada, calladita, aquiescente, apacible, sencilla y totalmente gratuita. No basta con ver o escuchar, hay que escudriñar el entorno para poder encontrar lo que no se busca, lo que aparece sin ser llamado. La vida, sólo de vez en cuando, “toma conmigo café” aunque sea descafeinado, en vaso de Duralex y con sacarina. Soy afortunado, otros muchos ni siquiera conocen el sabor de la achicoria.

Paseando por una playa mediterránea, siento cómo el corto verano se agosta. Pronto llegarán vientos otoñales cargados de tormentas de agua dulce y hojas marchitas. Todo muere, todo nace. El juego de vivir es tan cruel como estúpido, pero quién se resiste a jugarlo. Aunque en realidad da igual lo que queramos, la ruleta sigue girando.

Sentado ante el ordenador, coloco con cuidado mis prendas sobre el papel de pantalla, recordando muchos veranos. Desde mi ventana no se ve el mar, la brisa no me humedece la cara. Lo único que puedo hacer es imaginarlo a mi antojo. Recordar es viajar sin equipaje, sin fastidios, sin contratiempos, sin overbooking, sin precios abusivos, sin decepciones, quedándonos con la parte bonita.

Hace mucho tiempo que no veo el mar, lo recuerdo azul, aunque el azul no es un color, es un sentimiento. Ahora estoy varado en una playa sin arena, pero todavía me queda aire suficiente para bajar a pulmón a las profundidades de mí mismo, aunque allí no encuentre más que recuerdos desgastados por la corriente. En unos días, el verano habrá fallecido y la música volverá a ser interpretada por las ruedecitas de las maletas rozando las aceras.

Los estados de ánimo son colores que no aparecen en la guía Pantone. Sigo esperando un destello de luz que me vuelva a hacer soñar con tonalidades imposibles. Espero con la impaciencia de un adolescente la llegada de poderosas lunas que hagan crecer mareas, que llenen mi vida con la espuma blanca de la belleza.

Se acerca un otoño lleno de posibilidades.