En Fuentes ha habido curas para todos los gustos. Para gusto de los de arriba, de abajo, de en medio, de la derecha, de la izquierda y del centro. También ha habido más de uno que no gustaba ni siquiera a los asiduos a sus misas. Incluso alguno que decía ser capaz de acertar el grado de inteligencia de una persona con sólo mirarle a los ojos. Los curas de antes de la democracia metían miedo -al infierno, al demonio, a la masturbación, a los libros, a los rojos y hasta a Dios- Después vinieron curas que metían miedo de los caciques -les decían curas obreros- ¿Y los de ahora, a qué meten miedo los curas de ahora? Por último, ha habido curas que se han metido en las entrañas de Fuentes y curas que no han pasado de la epidermis.
De los curas capaces de meterse en todos los charcos fue don Ramón, que no era obrero ni señorito, que no metía miedo a nadie, pero que se impuso la obligación de comprender al débil cuando todavía era menester valor para no estar del lado de los fuertes. Durante décadas, los débiles, los marginados, los diferentes habían sido despreciados. Decían de ellos que no estaban dotados para sobrevivir. Había que ser fuertes, duros, insensibles. Levantar a los débiles, ayudar a los caídos era su lema. Desde los años setenta, Don Ramón ha sido uno de los curas más carismáticos que ha pasado por Fuentes. Recuperó la Soledad y el Santo Entierro para la semana santa de Fuentes, creó la romería al castillo de la Monclova y luchó para sacar a flote a los consumidores de drogas.
Había que verlo vestido de negro, el cabello repeinado con gomina, los pies embutidos en relucientes zapatos, un paquete de Ducados en el bolsillo y un cigarrillo siempre encendido entre los dedos. De los pies a la cabeza, todo brillaba en don Ramón. Especialmente sus ojos. A los niños que estudiábamos en la escuela de la Estación no nos hacía creer cosas raras, como otros curas que nos decían nuestro coeficiente de inteligencia con mirarnos a los ojos y a las manos. Don Ramón no era dado a tomarle el pelo a nadie, menos aún a los niños. Armado con una infalible ganzúa verbal, aparecía en el aula dispuesto a liberar a los presos del mundo entero injustamente encarcelados.
A Don Ramón le gustaba hablar de lo que sufrían los seres humanos injustamente privados de libertad y las indecibles amarguras de los padres. A los alumnos se nos encogía el alma con sólo escuchar a don Ramón y nos imaginábamos haciendo de Perry Mason, aquel famoso abogado criminalista de la serie televisiva de los años sesenta en silla de ruedas. O miembro de jurado de “Doce hombres sin piedad” convencidos de la culpabilidad del procesado hasta que Henry Fonda introduce la duda. La película acababa de ser llevada en 1973 a la pantalla del Estudio 1, de Televisión Española, con actores como José Bódalo, Jesús Puente y Sancho Gracia, entre otros.
En boca de don Ramón, nuestro prisionero recibía la visita de los familiares y, terminado el breve encuentro, las lágrimas presidían la despedida antes de adentrarse de nuevo en el túnel sombrío de la cárcel. Don Ramón tenía amigos que habían sido curas en la cárcel de Gijón y que le explicaban las innumerables injusticias sufridas por algunos internos. Ante el estupor de algunos feligreses de pro, a veces contaba estas cosas también al terminar la misa. No sólo defendía a los inocentes injustamente condenados, sino también a los culpables porque decía que “errare humanum est”. A don Ramón le encantaban adornar sus intervenciones con latinajos. Algo dicho en castellano puede ser cierto o no, pero en latín tiene la obligación de ser verdad. A los niños aquello nos sonaba a sentencia dictada por el cielo.
En cambio, no había piedad cuando uno de nosotros “errare” en un problema de álgebra. Un día pasó por la Estación y espetó a los alumnos “ego me puto, tu te putas, ille se putat, nos nos put?mus, vos vos put?tis”. El cachondeo fue menudo. Luego preguntó qué significa “cura curae”. Todos exclamamos ¡cura! No, significa cuidar. Eso hacen los buenos curas, cuidar de su rebaño. Y no meter miedo a las ovejas, debimos de pensar algunos. Cuidar contra el alcohol y las drogas, dos caballos de batalla de Don Ramón, que trabajaba con los jóvenes para evitar que cayeran en la desesperación. Era bien conocido en la calle el Bolo y en todo el barrio la Rana. Arremetía contra los que empujaban fuera de la sociedad a los marginados negándoles un trabajo. Por eso, un año organizó la murga de “Los Moschs”, de la que formaban parte José, Mendo, Becerril, Palmoso, Cachete, Juan Luis Carcelero, Lorenzo, Parri, Teresito y Jopo. También organizó la procesión de Los Moschs, la de los desfavorecidos de Fuentes, no por las calles de los señoritos, sino de los pobres.
Don Ramón fue el artífice de la romería como una fiesta social campera, donde la gente fuera al castillo la Monclova. Habló con el duque para que le cediera los chaparros para celebrar la romería. Don Ramón allá por el año 1978 implantó que los niños que habíamos hecho la comunión hiciéramos la confirmación en las monjas y allí nos daban sangría. Las monjas aprovechaban para decirnos que masturbarse era pecado. Cosas de monjas, nos decíamos entre nosotros. Cosas de curas. Otros curas han pasado por Fuentes sin hacer nada por las tradiciones, ni ayudado a los desfavorecidos, ni integrado, ni enterado, ni siquiera asomado a los problemas de la gente. Don Ramón sí.