El domingo por la mañana me desperté con el relato que hacía Jesús Cerro sobre como acontecieron los hechos de los ultrajes y matanzas de las mujeres del Aguaúcho, a raíz de los hallazgos de sus muy posibles restos en Cañada Rosal. Me cambió el ánimo de esa soleada mañana de domingo y me llevó a ponerme en aquel contexto y plantearme muchas cuestiones. La primera ¿qué tipo de “personas” pueden llevar a cabo tales atrocidades? Y no caben más respuestas que alimañas. Nada justifica tales atrocidades y mucho menos entre paisanos. ¿Tal es el nivel de odio que puede albergar una “persona” como para hacer eso? ¿O tal vez les movió la lascivia que, amparándose en una situación de guerra civil, se sintieran justificados? ¿Y sus consciencias? ¿Podían dormir por las noches sin pensar en su crimen?
Tal vez aquellas alimañas tuvieran hijas o hermanas de esas mismas edades ¿No les recordarían a cuando segaron la vida de esas chicas que tenían tanta juventud como ellas? ¿De qué principios bebieron? ¿En qué valores se formaron? No alcanzo a comprender qué razones usa la sinrazón. ¿Qué tienen de humanos quienes atentan contra seres humanos más vulnerables? Puedo alcanzar a entender a aquéllos que, en circunstancias excepcionales, pueden matarse de igual a igual, aunque ni siquiera eso entiendo y mucho menos comparto. No creo ni confío en aquello que decía Hobbes que “el hombre es un lobo para el hombre”. Eso no está en el ADN humano y si lo tienen, no son humanos, son lobos, son bestias.
¿Y ellas? Ese terror, ese pánico ante la inminente muerte. Me cuesta imaginar qué terribles pensamientos albergaban sabiendo ese futuro inmediato de terminar sus vidas, una situación de la que no podían huir, el dolor y la muerte estaban ahí. Pero antes el ultraje, la humillación que le profesaron sus paisanos, esos con los que, probablemente, meses antes coincidirían por las calles de Fuentes y puede que hasta se dieran los buenos días.
Ni tampoco quiero imaginar el dolor de sus familiares cuando se encontraran frente a frente con los asesinos. Odio sembrado en sus almas ante ese gran daño proferido a su sangre, impotencia, rencor, dolor, frustración, desesperación ante los asesinos soberbios, arrogantes y encima impunes. Me cuesta pensarlos impasibles paseando por nuestras calles, relacionándose con los vecinos, pasando delante de sus casas, acariciando a sus nietos con unas manos sucias de sangre, de esa que no se va, aunque mil veces las laven. Nunca más.