Al fondo, a través de un velo de cristal, imagino, intuyo, casi veo, la silueta de unas mujeres árabes. Sé que son trabajadoras temporeras procedentes de Marruecos, vienen cada año a Huelva para la recogida de la fresa. Esperan en una moderna y aséptica sala de un centro cultural para asistir a un espectáculo. Una ONG las ha trasladado a Sevilla desde las explotaciones agrícolas en las que trabajan y viven durante el tiempo que dura la campaña. Sin hacer ruido, vienen en busca del maná que no cae del cielo y que bien administrado, son maestras en eso, obrará el milagro de que sus hijos lleven zapatos.
Vistas de lejos son una paleta de colores, un “Pantone”, un cuadro pintado con la técnica del “Esfumato”. Con la luz, las aristas se suavizan, los colores se desaturan, los contornos se confunden con las sombras, la realidad se diluye. La imaginación siempre está de guardia y uno no puede evitar conjeturar sobre lo que estarán diciendo. Aunque no es fácil ponerse en el lugar de una madre de familia magrebí, destinada a obedecer a su marido, como antes había obedecido a su padre, más tarde a sus hermanos y cuando sea mayor a sus hijos. Son mujeres en un mundo en el que mandan los hombres por la gracia de Dios, que también es hombre, ha sido siempre así. Se lo tatuaron en el cerebelo en cuanto vieron la primera luz.
Pero por estos días de sudor, de agacharse mata por mata, fresa por fresa; días de dolor de espalda y agujetas, les darán billetes muy nuevos y limpios, que pondrán un plato de cuscús en la mesa. Entonces, cuando vuelvan a su pueblo, sus figuras aparentemente frágiles y diluidas se volverán gigantes y nítidas a los ojos de sus maridos. Cuando se gana dinero se adquieren derechos. A más de uno no le gustará que su mujer, a la que considera una posesión, tenga ingresos, se sentirá atacado en su hombría.
¡Estúpido mundo posesivo en el que la hombría se mide en dinero!
Ahora, en el espacio luminoso de un edificio singular, sentadas en sillas de diseño, estas mujeres hablan sin recato de cosas de las que no hablan normalmente en casa. Eso no ocurre en su pueblo salvo con alguna vecina amiga, en el ámbito casi furtivo del “gineceo” que se establece entre azotea y azotea. Allí las conversaciones confidentes quedan a salvo de guardianes de la moral musulmana. La religión, todas las religiones, son como los gases, tienden a ocupar el máximo espacio posible en la vida de las personas. Pero las terrazas son santuarios femeninos, un refugio a salvo de miradas y oídos indiscretos. El milagro permite conversaciones privadas con otras mujeres que también buscan aire fresco.
Los ratos de no sentir el control son efímeros, por eso se saborean tanto en tierra extraña, nadie entiende una palabra y se puede hablar sin bajar la voz. Pueden ser ellas mismas, mucho más de lo que han sido nunca. Me imagino que no hablarán de secretos de estado. Lo harán qué sé yo, de sus cosas pero sin susurrar, a mirada descubierta.
Hace años en España, ya nadie quiere acordarse, las mujeres no entraban en los bares, esos lugares eran como el brandy Soberano, “cosa de hombres”. La honra se encontraba solo entre las piernas de las mujeres y tenían que ser sus custodias. Una chica solo podía tener un novio y, después de una larga relación, consentida por su padre, podría casarse y vivir así hasta que la muerte la separase. No puedo determinar qué ámbito privado tenía mi madre en los años sesenta y setenta. Pero sí sé que fue educada para obedecer y en la idea de que los hombres estaban hechos para mandar. Me imagino las caras de las emigrantes españolas en Francia o Alemania, observando a mujeres de su misma generación mucho más liberadas e independientes. Mujeres que no necesitaban a los hombres, mujeres protagonistas de su vida.
Las veo de lejos, como sumidas en una niebla espesa, diluidas por la luz, casi invisibles, pero no las veo frágiles, me parecen personas a las que la vida injusta las ha hecho de acero inoxidable. Son resistentes a la fuerza. También lo fueron nuestras abuelas y madres en un país salvaje, impío, gris de granito, sepia por acartonado, impermeable a la esperanza. Solo nos separan catorce kilómetros de un régimen político teocrático y dictatorial, años de libertad y evolución. Algo muy parecido sufrimos aquí, las conductas y las reacciones ante la adversidad inclemente son las mismas en cualquier parte del planeta.
El inconformismo se abre paso en todas partes, en muchos casos las banderas llevan colores suavemente femeninos. No son trapos, son martillos que acabarán con la desigualdad. Está a punto de ocurrir en Irán y espero que en todas partes.