La ciudad, ésta, una cualquiera, está surcada a diario por fluidos torrentes, una red de arterias de asfalto transporta la vida, transporta gente. “Esta semana será la última, la próxima le habrá tocado la lotería y podrá mandar a su jefe al lugar que le corresponde”, piensa un anónimo viajero. Una señora que extravió hace tiempo su juventud, pero no su afán de aventura, va a aprender bailes de salón, cuánto le gusta el Foxtrot. Una adolescente va al “insti”, será una mujer de provecho en un mundo despiadado, pero ahora no piensa en nada que no sea la mirada del malote de ojos morenos que tanto le gusta, “es un incomprendido” se dice a sí misma. Los sueños viajan por el carril bus.

Los atascos ralentizan el flujo, observo el trajín urbano desde el otero elevado y acristalado de la línea C-3 sin ser visto. El espectáculo nunca se repite porque todo es transitorio, la rutina siempre trae algo nuevo, por imperceptible que sea. Cada momento es único, cada viaje diferente, cada instante original. Es imposible saber el terreno que se pisa porque nunca es el mismo, lo que fue vanguardia, ahora es vintage. No podemos actualizar nuestro sistema operativo, así que con las neuronas viejunas tenemos que improvisar. Todo cambia menos los principios; los tenemos todos, unos buenos, otros de medio pelo y otros nefastos. Aunque algunos, acostumbrados de anexionarse todo, también se los apropian. Los buenos principios son suyos, como las patrias, las banderas y la receta de la tortilla de patatas.

El autobús urbano circunvala el casco histórico, hasta no hace mucho tiempo castizo, ahora irreconocible. Los vecinos, los de toda la vida, han huido de los barrios que les vieron nacer y crecer. Las personas que hacían que la ciudad se pareciese mucho a sí misma han huido y no por gusto. Las abuelitas han sido sustituidas por turistas baratos, las tiendas de ultramarinos por franquicias basura, la ciudad ahora es un decorado. Hasta las casas parecen de cartón piedra. Bandas de ignorantes con palo de selfie, coleccionistas de likes, están obsesionados con presumir de haber estado donde no han llegado sus vecinos.

Desde la ventanilla veo una excursión de niños, pequeños colegiales acompañados por sus profesoras. Irán a ver un museo, una iglesia, una obra de teatro infantil, pienso. Pero descubro que van a un parque de atracciones, supongo que la montaña rusa también es cultura. Su aspecto es inmejorable, son sanos, con zapatos relucientes y mochilas nuevas. Los uniformes indican su clase social, tienen brillo de colegio de pago. Como decía un amigo mío, hablando de las hijas de los militares, “es comprensible que las de su clase tengan tan buen aspecto, llevan generaciones comiendo carne”. Me imagino a esos otros grupos de niños que van a la escuela pública, en barrios a los que no llegan autobuses circulares, a los que se accede desde el centro haciendo varios trasbordos.

Panta rei, “todo fluye”, todo cambia, decían los griegos. Pero solo lo hace en la superficie, cambia el aspecto de las gentes, de las ciudades y de los autobuses, pero no su esencia. Esos niños y niñas que van de excursión con impecables uniformes no son iguales que los que viven en los barrios en los que la ropa se cuelga a secar en las fachadas. Los primeros dirigirán el mundo, disfrutarán de privilegiadas mieles y ambrosías. Los segundos limpiarán sus casas y regarán sus plantas, como si estuvieran destinados por nacimiento.

Unos y otros, casi todos, tendrán la oportunidad de ir a la universidad, los pobres si consiguen una beca, a los ricos les bastará con su rancio abolengo. Unos estarán bien formados, hablarán idiomas con acento andaluz y trabajarán de camareros. Los otros volverán del extranjero con un master o dos, no hay prisa, podrán dedicar años a preparar oposiciones a abogado del estado, a juez, o calentarán el asiento de un consejo de administración. Hablarán inglés sin acento, es lo que tiene haber estudiado en Londres.

Los niños de “buena familia” no son culpables de nada, no hacen las leyes, no perpetúan injusticias, pero de mayores la mayoría intentará que todo siga igual, como han hecho siempre los de su estirpe. Apelarán al derecho genético disfrazándolo de esfuerzo. Los niños de “mala familia” tendrán muy pocas oportunidades. Es un milagro que alguien de baja cuna llegue lejos, para llegar al éxito tendrán que hacer demasiados transbordos. En lo esencial no ha cambiado nada en los últimos siglos, los de arriba siempre están arriba, los de abajo sobreviven debajo, da igual el talento o el esfuerzo,  para ellos no existirá la suerte, sólo la mala suerte.

Desde el autobús que me lleva se puede percibir el futuro expuesto al Sol, se ve muy bien el mundo, sus anhelos y sus miserias, solo hay que fijarse.