Como todos los niños, yo quería ser policía de acción como Starsky y Hutch o inteligente como Colombo. Más tarde, mi sueño era convertirme en astronauta, viajar a las estrellas y vestir aquel traje tan chulo que inventó mi paisano Emilio Herrera. Yo no lo recuerdo, pero los que escucharon la voz de Jesús Hermida contar (como si fuese la llegada de Colón a Guanahaní) cómo el hombre ponía un pie en la Luna recuerdan con mucha emoción aquella calurosa noche del mes de julio de 1969. Aquel pequeño paso para el hombre representaba también la expansión de la especie humana fuera de su pecera. Ni Amstrong, ni Aldrin encontraron restos de Dios ni huellas del diablo sobre la piel blanca de Selene. Tampoco vieron la sombra alargada de la nariz de Cyrano de Bergerac proyectándose sobre el Mar de la Tranquilidad. Sin decir una palabra, el ser humano confirmaba su soledad en el universo, su pequeñez ante la inmensidad del caos ordenado.
A veces me detengo a mirar las estrellas para salir del entorno mental que tanto me cobija como me agobia, tratando de encontrar el silencio necesario para oír mis pensamientos. Fuera de todo, alejado de lo concreto, se ven las cosas con mucha más nitidez. Entonces me elevo mentalmente, atravesando las capas de la atmósfera a gran velocidad hasta alcanzar la oscuridad. Me imagino que soy un viajero del cosmos volando en órbita alrededor de la Tierra a 28.000 Km. por hora, esquivando los escombros que hemos ido dejando, cohete a cohete, desde el Sputnik. Hay tanta chatarra voladora, que a este paso nuestro planeta tendrá un anillo de basura metálica, seremos como Saturno pero en vertedero.
Miro por la ventanilla, veo tierra y océano alternándose cada hora y media, el Yin y el Yang se turnan igual que el día y la noche. El huevo del que todo surge tiene el alma de albúmina y un corazón de metal que late incandescente. Vivimos sobre la frágil cáscara a la que no nos importa arañar y golpear como si quisiéramos provocarla, como si no nos importase que reventase en confeti. Ensuciamos el aire que respiramos con monóxido, el agua con plástico, la tierra con nitrato, la mente con populismo, la dignidad con fascismo, los pueblos con fronteras, la esperanza con muerte, todo debidamente regado con dinero.
Desde las alturas no se ven líneas que dividan nada, ni regímenes que sometan a nadie, ni miseria aunque sea lo más abundante, no se oye la voz sorda del hambre. La Tierra vista desde arriba es azul y hermosa, pero bajo su alfombra se oculta toda la ponzoña humana. No ha habido un instante de paz desde que Lucy, la abuela de la humanidad, bajó de un árbol hace más de tres millones de años. Desde entonces, la violencia ha marcado nuestro devenir, convirtiendo la guerra en “arte”. La sangre lo ha impregnado todo, tanto, que deberíamos llamarlo planeta rojo, en lugar de azul.
En la esfera brillante ha prosperado una especie parasitaria que se multiplica a gran velocidad, que depreda a gran velocidad, que mata a gran velocidad y que olvida con gran velocidad. Un pequeño bicho capaz de crear belleza y destruirla sin conocerla, sin disfrutarla, capaz de devastar lo que ignora por miedo a lo desconocido, sin saber que su salvación puede depender justamente de lo que está arrasando. Unos pocos “gordos” arrinconan insaciables a millones de peces flacos para quitarles el pan, aún a sabiendas de que no pueden digerir tanta miga. El triunfo del egoísmo les crea la necesidad de querer poseerlo todo; no se sabe qué les produce más placer, su exceso de poder o que los demás no lo tengan sobre nada.
Desde las alturas me imagino contemplando la belleza del mundo en su curvatura, la pintura, el cine y la fotografía, el gazpacho, el jamón y los piononos, los versos de Lorca y “Casta Diva” en la voz de Maria Callas. Lo demás, la fealdad y el horror, son el fruto de mentes pequeñas y desquiciadas que glorifican el odio. Somos un virus autodestructivo, los enanos más altos de la creación, inmortales muertos de miedo ante el vacío.
A este paso, nadando entre basura, comiendo basura, respirando basura y pensando basura, no viviremos lo suficiente para ver el fin del perreo en Tik-Tok. Mucho antes las mentiras pasarán por verdades y volverá la brujería y sus conjuros, los alquimistas convertirán el oro en piedra. No veremos el Sol tapado por banderas nacionales, pero veremos a ambiciosos imbéciles trepando por sus mástiles como en una cucaña, todo parece un juego, todo cuesta vidas, las más útiles.
¿De verdad hay vida inteligente en la Tierra?