La Madre siempre tuvo agua. Incluso en los años más secos y calurosos nunca vi que se secara del todo y, pasado el Castillo, bajando la cuesta, bajo el puente viejo, durante todo el verano había una charca de más de 100 metros de longitud y una profundidad variable de entre uno y dos metros. Desde el verano de 1960 en que mi padre nos compró la bicicleta, hasta el 1963, yo venía de vez en cuando a bañarme en esta charca. Aunque en las orillas no había más que juncos y algunas adelfas, aquellos ribazos herbosos constituían lo que hoy llaman pomposamente un refugio climático al que las avutardas y otras aves llegaban volando y yo, por no tener alas, llegaba en bicicleta.
El trayecto no era muy largo, unos ocho o nueve kilómetros a lo sumo. Como podía irse por carretera o por el camino, yo siempre escogía esta última opción. Aunque por aquella que llamábamos la general sólo pasaba un coche de vez en cuando, tenía un arcén bastante amplio y la bici rodaba con una finura que no tenía nada que ver con los chinarros del camino, compartir espacio con el tráfico rodado, por escaso que fuera, siempre revestía un cierto peligro y los padres lo tenían terminantemente prohibido. Había, además, los posibles encuentros con la guardias civiles que según de qué leche estuvieran, te quitaban la bicicleta y hacían que tu padre fuera al cuartel a recuperarla y la cosa se podía liar bastante.
Así que al camino se ha dicho, aunque del cachillo de carretera al que llamaban la cuesta la Madre no había manera de librarse. Un día cualquiera de aquellos veranos en que el sol derretía las piedras, después de almorzar, con el gazpacho aún dando vueltas por el estómago, cogí la bici y el bañador y tiré Postigo abajo. Después. por la calle Humildad en dirección al Portillo y, al llegar a la cochera de Perdigota, giré a la derecha. No había un alma por la calle, pero alrededor del pozo la Reja vi un cierto batiburrillo. Había gente que hablaba y gesticulaba y se pasaban un objeto de mano en mano. Me acerqué a ver de qué se trataba.
Al parecer, a una mujer que iba a sacar agua se le había roto la soga y el cubo caído al pozo. Fue a pedirle los ganchos a una vecina, los arrastró por el fondo del pozo tratando de enganchar el cubo y cuando notó que algo se enganchaba tiró hacia arriba. Lo que salió colgando de los ganchos no era el cubo, sino una pistola. A los gritos de ¡una pistola, una pistola! vinieron algunos vecinos y vecinas. También andaba por allí algún mulero dándole agua a las bestias. Hasta Corrillo el enterraó, al oír el alboroto, salió de su casilla y vino a ver qué pasaba. La pistola pasó de mano de mano y cada uno dio su opinión sobre el caso. Corrillo la miró, pero no dijo ni palabra. Probablemente era el que más sabía sobre el tema. A mí, por supuesto, no me la dejaron tocar, así que cogí mi bicicleta y seguí camino hacia la Madre.
Algo más adelante, a la derecha del camino, quedaba la fábrica Novales. Tenía una buena alberca en la que en verano se bañaban las señoritingas del pueblo y que el santurrón de don Gerardo se había preocupado de proteger de miradas indiscretas por todos lados menos por uno que llamaban el caminillo de la Fe, que pasaba a dos metros de la alberca y que el Novales no podía cerrar por ser el acceso a la casilla de la Fe. Por allí algunos se aventuraban para ver bañarse a las señoritingas, aún a riesgo de tropezarse con el lacayo que el beato del Novales ponía en el caminillo para ahuyentar a los posibles mirones. Al pasar por la propiedad de los Novales yo me limitaba a hacer un corte de mangas, gesto que alguna vez estuvo a punto de costarme un disgusto pues soltar el manillar, aunque solo fuera un momento en aquel camino tan irregular y pedregoso tenía un cierto riesgo.
Después venía una cuestecilla y el camino se ensanchaba. Antes de llegar al huerto de la Josefina, a la izquierda del camino había una zona arenosa con eucaliptos en la que vivían unos cuantos lagartos de considerables dimensiones que en cuanto yo me acercaba echaban a correr hacia sus madrigueras. Había uno al que le faltaba medio rabo, supongo que lo había perdido en alguna pelea. Este era más descarado que los otros y a veces, en vez de huir hacia la madriguera, se quedaba plantado en medio del camino. Yo le decía apártate hombre que te voy a pillar. Compartía aquel curioso animal la doble cualidad de lagarto y rabón con un personaje bien conocido en Fuentes.
Un poco más adelante y a la derecha venía el huerto de la Josefina. Tenían la alberca, mucho más modesta que la de los Novales, casi a tocar del camino. La llenaban con el agua de la noria que funcionaba con el borrico dando vueltas, pues no tenían motor. Si cuando pasabas por allí la noria estaba echando agua podías entrar y beber directamente del caño sin necesidad de pedir permiso. Si había alguien a la vista decías buenas tardes y adiós. Saciada la sed continuabas camino y algo más adelante, a la izquierda, venía la huerta Soto, de la que cuesta creer que haya quedado reducida a unas ruinas, según cuenta el guarda rural Miguel Osuna en su crónica.
En aquellos años había allí abundancia de naranjos y otros árboles frutales y cultivaban toda clase de verduras. Después venía el Alamillo, donde abundaba el junco y la juncia, el poleo y otras hierbas olorosas. Por el aire revoloteaban golondrinas, vencejos, libélulas, mariposas y, cómo no, mosquitos a montones. Cruzando el arroyo venía una ligera cuestecilla y enseguida entrabas en el chaparral del castillo. Había en aquel tiempo total libertad de paso por aquellos campos, cosa que creo que hoy no es así. En pocos minutos te plantabas en el castillo y, siguiendo unos doscientos metros de la carretera vieja, ibas a parar a la general justo en el punto conocido como cuesta la Madre.
Como ahora era de bajada, en dos minutos estabas en el puente viejo y allí, por un terraplén no muy inclinado, bicicleta y yo bajábamos a la charca. El tiempo de ponerse el bañador y a chapotear entre amebas, paramecios, batracios y culebrones. Tenía una casilla por aquellos lugares un primo mío y a veces, al verme llegar, se acercaba al charco y echábamos un rato de conversación. Para la hora de volver me guiaba por la sombra, pero un día con la charla me distraje y tuve que darle fuerte a los pedales para que no me cogiera la noche en el camino. La bicicleta no tenía faro pero, por suerte, en aquel entonces yo tenía buena vista.
Supongo que por la proximidad del anochecer, aquel día se me cruzaron en el camino muchos gazapos que milagrosamente habían escapado a la mixomatosis y también tuve la oportunidad de oír el uuu uu y ver el vuelo sedoso de un pajarraco de considerables dimensiones al que pude observar desplazarse de un chaparro a otro. El lagarto rabón estaba como siempre en medio del camino pero viendo que llevaba prisa se apartó prudentemente a tiempo. Unos días después consulté el tema del pajarraco con un pariente mío, entendido en pájaros, que me dijo que podría tratarse de un ejemplar de búho real, también conocido como gran duque. Hoy aún me río pensando que en castigo por haber echado a los colonos de sus tierras el "gran duque del infantado" fue convertido en búho y pasa las noches volando de chaparro en chaparro por las tierras del castillo.